De la talla y el bagaje de Pepe Bernal

Señoras y señoras: sepan vuesas mercedes que no he renunciado a la génesis –también literaria- de mis orígenes cofradiero-periodísticos. Que no escriba en este blog de hermandades no significa ninguna clase de omisión. Ni siquiera de conmiseración. Sigo metido hasta el la nuez en el siempre prodigioso ámbito de las cofradías. Viviéndolas en primera línea de fuego. A tenazón. ¿A quemazón? Tampoco conviene mostrarse dolosa y dolorosamente. Por el cortocircuito de nuestra sangre impenitente corre el aroma del incienso que bombea los conductos del corazón. Hasta el centro de su latido ha llegado precisamente una noticia luctuosa. La muerte del grandioso cofrade Pepe Bernal (maestro en el noble arte del servicio sin primeras páginas de protagonismos absolutistas). No ha mucho estuve compartiendo con él, con sus noventa y seis años de corpulencia e intrahistoria hablada –por vivida y experimentada- de la Semana Santa de Jerez, un café de confidencia y mil batallas de capillitas de entonces. Pepe Bernal fue la Biblioteca Espasa del Quién es Quién en el mundo de las cofradías jerezanas. Con su pelo anillado de quien tuvo, retuvo metros de altura de elegancia a la antigua usanza. Con su pronunciación nada castiza. Con su majestuosidad física de hombre sabio que opta por callar toda cuanta sapiencia esconde bajo su estela de remembranzas y currículo de directa observancia. Yo tenía asumido que Pepe Bernal abandonaría este mundo llevándose consigo, en las alforjas de su pudor sin aspavientos, mil secretos confesables e inconfesables del túnel del tiempo de un regreso al pasado que ya no cuenta con cronista oficial de aquellos años color sepia. Dediqué no pocos artículos al mirífico cofrade del Prendimiento en razón a sus hazañas patrimoniales: consiguió muchos logros –cimeros, supremos- del tesoro artístico de nuestras corporaciones penitenciales de relumbrón. Sin apenas acariciar media tecla de cualquier ordenador, sin adentrarse ni poco ni mucho –más bien cero o nada- en los tentáculos de la informática, Pepe Bernal poseía en el ático de su sesera un disco duro que para sí quieran esos cofrades de nueva hornada que ahora pululan sin titubeos como Maestros Liendres de la novelería. Toparme con Pepe de bruces, en pleno Pío XII y comenzar a hablarme de los Manuel Martínez Arce, Gonzalo Baquero y compañía era todo uno. Encarnaba al superviviente de la Semana Santa Jerezana de la posguerra. Una memoria iluminada de lucidez hasta sus últimos días. Y una exquisitez en el trato fuera de toda mediocridad imperante. Un señor que andaba de frente, con la cabeza alta y la mirada todavía encendida por los tonos azules de la nostalgia. Me apreciaba sobremanera. Y de sobras supo que tamaño afecto renacía en evidente principio de reciprocidad. Para mí supuso un referente, un garante y un mentor. Esta noche el Pleno de Toma de Horas ha recordado su talla y su bagaje. No sería para menos. Las cofradías difícilmente podrán corresponderle en su justa medida. Quizá porque solía silenciar el aval de sus posibles, los posibles de sus avales. La antítesis encarnada del afán de notoriedad que hogaño desprenden demasiados intrusos de la poética deslizante del azahar y la corneta. Nunca me acosté sin saber algo más de la Semana Mayor de mi tierra cuando anochecía la bendita jornada de un casual encuentro con Pepe Bernal. Ahora me abrazo a la almohada en la oscura noticia de su fallecimiento. Si, lo sé, lo sé: San Pedro no le ha pedido créditos a su llegada a los soportales del Cielo. En las manos de Pepe Bernal aún están señaladas las huellas de tantos alfileres que blandieron las más bellas toquillas de la Madre de Dios.

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