Presentando al compañero Vicente Fernández en la Exaltación Poética del Patrocinio

En este domingo del tiempo de vísperas del gozo que nos trae y nos lleva –siempre por el camino más corto de la memoria- a los calambres de una nueva Semana Santa… En este domingo de nazarenos de cartón en los escaparates de la nostalgia, de Funciones Principales de Instituto en las horas solemnes del derrame de la última gota de nuestra sangre en pro de los dogmas de la Santa Madre Iglesia… En este domingo de anocheceres quebrando los albores de la cuenta atrás, de la fugacidad del instante, de la caducidad del impasse de torrijas a punto de boca y de molías sobre los hombros de la gente de abajo, allá donde el dulce yugo de la trabajadera –del maderamen de las parihuelas de los pasos- se tornan epicentro crucial y fluvial de oraciones y de esfuerzos conjuntos…

En este domingo de besamanos por doquier, de rezos a granel, de medallas en tropel, de estéticas en troquel… nos hallamos aquí –calmosos y emocionados a la misma vez- aguardando la inminencia y la inmanencia de los ecos subyacentes a este atril que aspira y anhela y ya enhebra suspiros de versos, aleteos de rimas al estilo cervantino, asomos de lirismo troquelados por el cincel de un cofrade natural de la Tacita de Plata capaz de emigrar –o de inmigrar, según se mire y según se coteje- a la capital del vino, al cenit de la campiña jerezana, a la textura de la fax de esta Muy Noble y Muy Leal Ciudad donde las hermandades y cofradías es cuestión de tantos que, a la postre, llega a serlo de todos.

El orador que hoy copará y ocupará las atenciones y las contenciones de tan digna concurrencia responde al nombre de Vicente Fernández y, créanme a pies juntillas, su talante y su talento rizarán el rizo del acabóse a golpe de piropos en flor, de romances que brotan con sabor a canela en rama de los hemistiquios de una literatura tendente a la cristalización de la pureza de María Santísima… al magisterio del apostolado inmediato… al solsticio –sin costuras ni usuras ni rupturas- de todo cuanto pudiera evaluarse según la frecuencia modulada de su viva voz, de su voz pópuli, de su lúdica voz que, parafraseando la máxima de Fernando Villalón, también divide el mundo en dos partes: Cádiz y Jerez.
Es -por ende y por consiguiente y por añadidura- Vicente un gaditano de noble cuna que vio la luz –por vez primera- al son de los estribillos carnavalescos siempre sonantes y siempre asonantes del sacramento del barrio Santa María: sanctasactórum de antepasados de la cabeza de Júpiter, culto omnipresente a las afluencias y a las influencias del dios Hércules, melena al viento del Nazareno de las querencias de la devoción popular –que no populachera- de su Semana Santa de estrechas callejuelas y angostas lágrimas derramadas por la doctrinal prueba del laberinto de su trazado urbanístico…

Criado al socaire y al costadillo de los dominicos, a las faldas de esta orden de predicadores tan dados a la filosofía de la teología del conocimiento de la Palabra de Cristo, Vicente inicia una andadura de honestidad consigo mismo mientras el orbe andaluz seguía dando vueltas sobre su propio eje… Polifacético y multicultural, nuestro exaltador, nuestro versificador en ciernes, nuestro contador y cantador de estrofas de ensueño, pronto se enrola a los ritos y a los mitos del orbe y de la urbe de la intrahistoria de la Semana Santa de Cádiz: no en balde forma parte de la comisión fundadora de la Hermandad de la Cena (en cuyo seno despliega todo un arsenal de voluntades y compromisos que alcanzan el fragor del desempeño de cargos de Junta de Gobierno tan notorios como los de Fiscal o Mayordomo).

Y así como –andando a paso largo y racheado el transcurrir de los años- tuvo que abandonar –a medias- la Cuna de la Libertad de olas de plata quieta-, Vicente no deserta sin embargo de las costumbres y los usos de la tierra –novia del mar y princesa salada y salerosa- que lo trajo a este planeta de los vivos… pues ha sabido –con mano diestra, con ojo avizor, con altura de miras- extrapolar e incluso extraditar la idiosincrasia de sus vocaciones –mayormente la cofradiera- allende las fronteras (extramuros) de los suelos y los subsuelos de los pasodobles de Paco Alba, de la impronta del Pericón de Cádiz o del divino impaciente del siempre luminoso José María Pemán.

Vicente –que estudió hostelería en Granada y que prácticamente desde su fundación ejerce como modélico jefe de Estudios de la Escuela de Hostelería de este Jerez de nuestras entretelas- ha ayudado sin remilgos –desde su posicionamiento y desde su posibilismo- a cuantas hermandades han demandado algún tipo de ayuda, prebenda o encomienda, licitación o colaboración al grupo de empresas que –tan eficazmente, huelga decirlo- dirige Francisco Romero Caballero.

En apenas un amén, en un repente, en un prontuario de sensaciones, subirá a esta tribuna de oradores Vicente Fernández… Lector empedernido de la poesía andaluza en su canónico concepto: Antonio Machado, Federico García Lorca, Luis Cernuda… Un ser que –de seguidillo- propaga el ¡caray! de la manutención de las gloriosas tradiciones de la Baja Andalucía: esto es: la lectura reposada, la quimera de la belleza estética de las artes, el popurrí del coro de voces que –al modo de Los Dedócratas- entonan la sinalefa del amor por el trabajo, por la familia, por el aire que moldea el barro cocido de nuestras más concercanas esperanzas.

A Vicente me unen –en el plano estrictamente personal- no pocos aditamentos: en primer término el terreno acotado del oficio y de la oficina del pan nuestro de cada día, es decir: compartimos despacho con nosotros dos y con nadie más (circunstancia que a decir verdad ha propiciado el estrechamiento de la confianza –por mérito suyo y por demérito mío- y alguna que otra parrafada de confidencias al alimón compartidas). De otra parte nos ensamblan otra suerte de pasiones. Verbigracia la futbolística. Un servidor de ustedes es –como así Vicente- seguidor, fan y aficionado (desde mi más tierna infancia y hasta nuestros hodiernos días) del Jerez Industrial y del Cádiz –o viceversa, que tanto manto el amarillo cadista de Manolito Santander como el blanquiazul jerezano del legendario Luis del Sol).

Vicente y yo estamos igualados –intiquitamente- bajo la vara de medir del gusto y del regusto por nuestros respectivos trabajos –somos sin comerlo ni beberlo (y dicho sea de sopetón y abruptamente)- unos enamorados de los prismas y de las crismas de nuestro oficio con beneficio (porque además recibimos nuestros justos honorarios por realizar aquello que dominamos con aspiración a constante mejora, aprendizaje, crecimiento interior y aportación de conjunto).

Antes que después he de solicitaros –señoras y señores- una petitoria, una petición, un ruego de parte de Vicente en este exordio a su intervención: desea el orador que todos vosotros profeséis clemencia, comprensión y benevolencia con la anchura de sus textos en tanto en cuanto nunca ha pronunciado un pregón de tales características en los ambones de nuestro Jerez.

Lo digo a guisa de anecdotario porque este gaditano/jerezano no necesita patria para la enseña de su poética. Y porque en él concurren los duendes de la tesis doctoral del Vaporcito del Puerto que une pedacitos de suelo, trocitos de historia de su gente de bien, a través del mar de la metáfora de la vida. Escuchemos, pues, su canción de sublimidad. De generosidad. De eternidad.

PROGRAMACIÓN CULTURAL

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