La edad de los futbolistas, espejo del paso del tiempo

Con la hazaña española en el Mundial de Futbol 2010 se ha producido, colateralmente, un proceso atemporal de veras revelador. La tutelar sincronía del paso –y del peso- del tiempo. He venido dialogando de tú a tú –perdóneseme el tuteo improcedente- con veteranos aficionados del deporte rey. Abuelos de las mil batallas de jugadas a la antigua usanza, gente del procomún cuya dilatada memoria humedecieron ahora los ojos de un reflejo dorado de Copa del Mundo. Y con todos ellos he dilucidado una percepción que me exonera del calendario e inclusive me aferra sin ton ni son a la inevitabilidad del enfoque otorgado por la suma de años, por el advenimiento de la madurez o por el arribo de la experiencia (fechada y fichada en mí caso según el aval de treinta y muchos años en ristre). Se trata de la equiparación en edad con los hitos y mayormente con los mitos del futbol patrio. Antaño tus héroes peloteros nos superaban en años y -¡ultreya!- en hazañas: sus proezas con el balón enseguida estaban equiparados a su distanciada generación con respecto a la nuestra. Parecían por ende –frente a nuestra infantil mirada de niño entusiasmado- hombres hechos y derechos que además simulaban “ser mayores de lo que realmente eran” (¿verdad que sí, don Bienvenido?). Que dejaste de ser crío no lo dicta la fecha de nacimiento –ni la entelequia fugaz y efímera de tu carné de identidad- sino la superación generacional para con los futbolistas de élite. Es un irremisible e irreversible factótum dudosamente moralizador. La medida del tempus biográfico –¡oh, carísimo almanaque siempre avanzando a paso de agua!- se refleja sin cirugías psicológicas en el estanque dorado -¿dorado?- de la vida o de la prisa del tránsito. Me he preguntado hasta la saciedad estos días de vino (fino Tío Pepe) y rosas (de once pares de botas) el porqué aquella selección histórica de nuestros mayores y pretendidamente revolucionaria –tanto táctica como orgánicamente- del futbol español de los cincuenta integrada por los referentes nacionales de Alfredo di Stéfano y Paco Gento no arrasaron en los Mundiales de entonces. Y la respuesta viene dada –de improviso y en un amén- a tenor de la simultánea y de facto inconsciente infravaloración que, por agravio o desagravio comparativo, concedo a los actuales futbolistas de la Selección Española. Yo, animador hasta la médula y defensor a ultranza de los Iniesta y compañía, no he pulsado con visos de realidad el alcance globalizador, intrahistórico e inédito –de fuste y vanguardia deportiva- de quienes por derecho propio desplegaron la bandera rojigualda –como la peluca de mi amigo Alejo Gallego sobre el fragor de la Plaza del Caballo el pasado domingo noche- en el Mundial de Sudáfrica. La lírica de nuestra existencia es el reflejo de la edad de los futbolistas que vistan, que suden, que defiendan la Roja. De chaval el futuro estaba lejos porque todavía te restaban demasiadas primaveras para alcanzar las que sumaba Santillana o Juanito –aquellos mentores de la furia española-. De hombre –a día de hoy- el pasado paradójicamente aparece ya lejano porque te distancian algunas primaveras de Villa, Villa, Villa Maravilla. Ley del péndulo del camino que se hace andar por los pedregosos laberintos de la soportable levedad del ser. Mientras he echado al buche el primer descafeinado de la mañana quise tallar en negros sobre blanco esta reflexión a vuela pluma. Antes de estampar el punto final… Internet me chivata la broma pesadísima o el escupitajo impresentable –por la espalda, a quemarropa- de Gerard Piqué al ex presidente del Valencia Pedro Cortés durante la celebración del triunfo español en Madrid. El alcohol desbordó la presumible elegancia de este ídolo patrio. ¡Ay, Señor, Señor! ¡Y es que estos chiquillos no tienen remedio!

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