De mi viaje a Valencia: la gastronomía: arroz de rechupete y olvídese de tapear (III)
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A la gastronomía valenciana no debemos concederle la menor tregua: sus platos tradicionales están siempre a punta de caramelo, a pedir de boca e inexcusablemente de rechupete. Para un fervoroso arrocero como quien suscribe –una preferencia confesada desde mi tierna infancia- el entorno emerge como un edén propicio y propiciatorio. Las paellas enseguida entran por ojos para que la boca se nos haga agua, para que afilemos parsimoniosamente los colmillos, para que nos la prometamos muy felices con su redondez de promesa y masticación a dos carrillos, para deglutir como una lima, para paladear como un descosido y para echar un puntal a la vida. Las probamos en todas sus especialidades (o casi): preferentemente la valenciana –sabrosísima en el Restaurante El Trompo, sito en el mismo paseo marítimo de la celeste playa de la Malvarrosa-, la de mariscos, la de carne… Como leo de sopetón en algún texto pretendidamente fugitivo… “en el sabor de la paella influyen un sinfín de factores, desde la viveza del fuego hasta el agua empleada”. No dilucidaremos ahora sobre el origen de este famosísimo plato de las Españas pues abortaríamos el formato natural del blog pero en cualquier caso sí anotaremos que su significado, en vocablo valenciano, significa sartén y que asimismo procede la terminología del latín ‘patella’.

En Valencia se come con degustación y con delectación. Sus productos llegan a la mesa exhibiendo una frescura y una calidad fuera de toda porfía. Ya hemos mencionado las horchatas y sus inseparables los fartons (acúdase presentemente al Restaurante Cañas y Barro en el Palmar o a cualquiera de las heladerías ubicadas en el paseo de la playa de la Malvarrosa), sumemos ahora las cocas, los bollos de Requena o los roscos de anís. No obstante en alguna contadísima ocasión –verbigracia cuando la madrugada se nos echó encima tras la confortable y balsámica visita a las profundidades oceanográficas del museo de su mismo nombre- tuvimos que recurrir durante dos noches seguidas a sendas franquicias tampoco desaconsejables para ocasiones extremas: las hamburguesas y helados del McDonald’s o los platos gigantescos y a toda anchura combinados del Foster's Hollywood. Por lo demás olvídese de tapear. Las tapas no existen ni en el centro histórico y ni en las zonas aledañas de la ciudad. Un bocadillo –media barra- relleno a tu antojo cuesta unos ocho euros. La carta de los restantes alimentos, en cualquier bar más o menos consolidado, sólo ofrece raciones o medias raciones. En resumidas cuentas: puede usted ponerse hasta el cogote de paella por un precio más o menos módico –las paelleras aumentan de tamaño en función de las raciones solicitadas (no caiga, por ende, en la trampa de aumentar el número de las mismas multiplicado por los niños presentes: sobrará arroz a granel)- pero tapear (restaurantes a través) sale carísimo. Eso sí: todo cuanto el comensal se endose entre lengua y espaldar sabrá a gloria bendita.

PROGRAMACIÓN CULTURAL

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