Las trabas de la incomunicación

Recomiendan los manuales de estilo que siempre debemos comenzar por el principio cuando nos revolotean multitud de ideas en el ánimo de asentarlas por escrito. Me he reordenado las mías mentalmente para que ninguna quede en el olvido. Si me extiendo en alguna de ellas, lo cual es bastante factible conociendo mi tendencia a dilatar la prosa, igual dejo otras pendientes para un próximo artículo. Voy a procurar que esto no ocurra, pero tampoco deseo acelerarme en la escritura por aquello de comprimir mis respuestas dentro de un único envío. Prefiero expresarme a mis anchas, sin cortapisas ni fronteras de espacio. Menos aún en el ejercicio periodístico cuya práctica representa la libertad de mi pensamiento. O el pensamiento de mi libertad. Posiblemente ambas realidades. Seguro que sí. Dirigirme al lector, la mayor de las veces, es como hacerlo a mi conciencia. O viceversa. Pero no una conciencia al uso, tal y como la entendemos comúnmente. Sino una conciencia con la que puedo dialogar escuchando la tonalidad de su voz y el contraste de sus sentimientos. Siempre he creído que entre la conciencia y la personalidad, entre la primera y nuestra interioridad, jamás cupieron resquicios para el autoengaño.

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Recibo algún e-mail de lectores gaditanos y comprendo cómo satisfactoriamente jamás escribí por compromiso alguno. Compromiso desde el punto de vista de mantener una postura impostada según la conveniencia de cada columna. No. Simplemente me dejo llevar por la corriente de ese riachuelo de aguas mansas o aguas inquietas, depende el instante, que soy yo y mis circunstancias y mi forma de afrontar las cosas y de responder ante las mismas. Nunca me he sentido esclavo de nada ni de nadie, pero este espíritu que siempre he fraguado para mis adentros no significa que me supiera liberalizado en cualquier situación. Conforme pasan los años suelo escabullirme discretamente de las personas y los ambientes divergentes o contrarios o contradictorios a mi forma de ser. Ni rechazo ni excluyo ni prescindo de quienes por pitos o por flautas forman parte de mi vida. Pero igualmente he llegado a comprender que mi vida también merece el respeto, el mimo y la consideración del derecho a relacionarse con espíritus afines. La elección de los amigos representa una potestad que nadie nos puede arrebatar. No estamos obligados a conciliarnos con todo hijo de vecino porque finalmente llegas a la conclusión –sabia conclusión- de que existe por estos mundos de Dios demasiados seres aburridos cuya única y malévola distracción consiste en prolongar sus complicadas existencias en el intento de complicárselas al prójimo.

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A veces, por razones laborales, familiares o por esas extrañas servidumbres de ciertos compromisos indirectos, pues estamos forzados a sobrellevar algunas amistades a regañadientes, con una diplomacia a prueba de bombas y siempre como respuesta a las más básicas normas de conducta. Por hache o por be solemos confundir la gimnasia con la magnesia en el campo de la interrelación con nuestros allegados. Cada vez estoy más convencido que uno de los pecados capitales de la incomunicación que actualmente asola a la humanidad es la incapacidad de ponernos en el lugar del otro y, sobre todo, la impulsiva negación a aceptar su personalidad. No ya a contemplarla como elogiable sino sencillamente a aceptarla. La incomunicación es un lastre que nos hipoteca espiritualmente. Ya sea de protección oficial o de renta libre.
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(Publicado en el periódico Jerez Información el 19 de junio de 2008)

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