Hace más de treinta años...













La he recuperado -¡eureka!- gracias a la promoción dominical del periódico La Razón. Ha llegado a mis manos como una dádiva extraviada años ha en los canales de la infancia, como un lienzo majestuoso y multicolor extraído ahora de la pinacoteca de la niñez (ese submundo de inocencias donde el entendimiento siempre permanecía protegido por la calidez de un batón de rayas verticales). De un tiempo a esta parte andaba un servidor a su caza y captura allá donde la sección de clásicos del péplum ofrece títulos memorables en formato DVD. En hipermercados, en tenderetes de ocasión, en localidades extramuros. Pero Andrés ni por esas. Ni hablar del peluquín. Mi gozo en un pozo. No aparecía ni a la de tres. Y fue que, en un repente, como quien olvidó encomendarse a Dios y coetáneamente al diablo, ¡zas!, brota de la comercialización al uso del periódico La Razón una oferta sin demanda –nada peliculera por cierto- cuya primera entrega nos regala a bombo y platillo el film hasta entonces rebuscado debajo de las montoneras de los laberintos más zigzagueantes de los centros comerciales: ‘La túnica sagrada’. Mis ancestrales recuerdos de ‘La túnica sagrada’ se reducen -y no constriñen- a un fotograma único: Víctor Mature abrazado incondicionalmente al amor de Cristo significado y encarnado en la infinitud de su túnica. Se me quedaron grabadas a fuego las secuencias de una película que entonces ya moldeó la conciencia de aquel espectador niño absorto y apenas soñoliento. Noche de un fin de semana cualquiera de finales de los setenta: oscuridad reinante en el comedor de mi domicilio de la calle Valientes. Todos ya acostados a tenor de la intempestiva hora. Sólo mi padre y yo –arrebujados en sillones de orejeras y abrigados al son del paño de estufa- aguantando estoicamente –los ojos como platos y la atención a flor de piel- la proyección de un largometraje (el primero rodado además en Cinemascope) que el programa ‘Sábado Cine’ propuso entonces después del puntualísimo ‘Informe Semanal’. Aprovechando los espacios en blanco de este puente de Todos los Santos he repetido la escenificación de aquella memorable noche de cinematografía de primera categoría. Ha llovido quizás demasiado de entonces acá. Más de treinta años. O sea: la fugacidad de nuestra existencia. Mi padre ya no puede taparse de nuevo las rodillas con el paño de estufa. Porque hoy disfruta del calor y del candor que provoca el arrimo, en carne y hueso, de quien de veras porta la túnica sagrada. Una túnica, la de Cristo, inconsútil, sin costuras. Como el soplo aleve de la memoria, como el brusco giro de un olvido, como la permanencia de la nostalgia de esta película –inmutable y luminosa- cuyo mensaje resucita a los vivos y a los muertos en la esperanza de una vida eterna.

PROGRAMACIÓN CULTURAL

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