Muere Juan Manuel Freirías (Juan del bar San Pedro) o el frufrú de un Juego de Agua Geyper en el convite de mi Primera Comunión

El tiempo es un circunloquio de emociones resbaladizas. Un tictac que gangrena los dispendios de toda permanencia. Un frufrú que late con sustancia numérica. Tránsito, traslación, traqueteo. La ponzoña de un duelo antiguo a primera sangre. El tiempo constriñe los corchetes de lo generacional para resquebrajar en dos el fruto del arraigo. El tiempo luce un aspecto barbirralo. El tiempo desafía a la nada para erradicar –resueltamente- cualquier desperfecto o cualquier asepsia del futuro. El tiempo –esa etérea pompa de jabón, ese guiño robado, esa lente sin cristal- acumula a bocajarro una sorpresiva colección de obituarios. Necrológicas que a capricho bailan en contradanza. Ahora anuncian la muerte de un hombre bonachón educado a la antigua usanza: Juan Manuel Freirías. Para mis adentros siempre será recordado como Juan del bar San Pedro. Escrito así de seguidillo. Regentó este establecimiento desde la mañana de Noé. Al niño que fui, ¿al niño que sigo siendo?, al niño que todavía corretea en mi fuero interno hizo feliz este castizo vecino laboral de la calle Bizcocheros. Porque facilitó posada para el convite de mi Primera Comunión en aquel –a mis ojos infantiles- larguísimo segundo salón a modo de secreta reserva, de dispensario para acontecimientos nobles: una estancia blanca (encalada de retrospecciones melancólicas) que el Bar San Pedro casi escondía como una prolongación –más íntima, más resguardada, más inaccesible, más intestina- de su habitualidad. El comedor oculto de la transparencia diaria. El envés a cal y canto del haz a puertas abiertas. Mi evocación descose ahora las costuras de la memoria y de nuevo el Tío Perico –Pedro García Rendón- me entrega en mano (¡siempre su nariz aguileña y sonrisa de santo!) aquellas quinientas pesetas azuladas y azuleadas de generosidad. Quinientas pesetas como patrimonio material que ahora, mientras tecleo la adherencia del ayer, mientras acaricio el alfabeto del menos solvente de los calendarios, se torna patrimonio inmaterial de la nebulosa del olvido. Y este ordenador adopta la forma de un Juego de Agua Geyper. Y aparece, al costado de mi montonera de libros, una tarta de bizcocho y merengue coronada por un muñequito vestido de marinero que todavía conservo como signo indeleble de las actas de una época ya ida. Juan del bar San Pedro ha regresado imaginariamente a aquel mediodía del Sacramento de la Comunión. Para encontrarse de nuevo con mi padre –apoyado en la barra de algodón del otro barrio del verdadero San Pedro- y con Pepe Tapicero, Manolo Ortiz, Perico Simón, Paco Larraondo, Luis de Paulino… ¿A do fue a parar la bulliciosa autenticidad de vuestras voces? El bar San Pedro –gracias a la magnanimidad de Juan- sustentó la focalización neurálgica de un Jerez que entonces pivotaba –en sus fuerzas fácticas, en sus arterias sociales, en sus vectores decisorios- allá donde la calle Bizcocheros prolongaría todo un engranaje de comercios, redacciones de periódicos, colegios, iglesias, barberías, grandes almacenes, algarabía de pulso ambiental. El bar San Pedro o aquellos dominicales pedidos a domicilio servidos en amplísimas bandejas redondeadas de huevos a la flamenca sobre platillos de alpaca plateada, ensaladillas con chícharos, pinchitos con sabor a finales de los setenta, coca-colas que entonces eran Pepsi-cola, fantas que entonces eran Mirinda… Y ‘Gente joven’ y ‘Sobre el terreno’ en una televisión familiar, descacharrante, antónimamente subversiva, mientras el muchacho del bar San Pedro ya llegaba a la entrada de la casa de la calle Valientes con la comanda recién calentita. Ni Telepizza ni Marruzella ni comida china ni ocho cuartos: los primeros pedidos a domicilio de este Jerez sin fronteras no serían sino aquellos desprovistos de motos y protagonizados sin cortapisas por los ágiles y andarines camareros de turno –pero sin turno: del alba a la medianoche- con bandeja en mano recorriendo a pie las calles del barrio hasta alcanzar el hogar dulce hogar de alguno de sus clientes habituales. Bar San Pedro de almuerzo de nervios en vísperas de túnica morada cada jornada de Viernes Santo. Bar San Pedro de noche de ilusión cuando, en la contigua inminencia de cabalgatas de ensueño, apenas cenábamos medio pez espada empanado ante la visita de los Magos de Oriente. Bar San Pedro de tapita de menudo y transición a la española. Otro genuino fragmento de Jerez, ¿del pretérito Jerez?, que desaparece por mor de la fugacidad de todos los instantes. Reza el viejo refranero que la verdad aborrece la oscuridad. De modo que yo –tan dado a las proclamas del lenguaje castellano- no puedo iluminar las verdades del barquero de las benignas entrañas de Juan, de Juan del bar San Pedro, con la oscuridad de una égloga descamisada y alicaída. Será porque estoy escuchando cómo los angelitos del cielo ya jalean la alegría de poder contar, por los siglos de los siglos, con un salón de celebraciones para el eterno banquete de sus Primeras Comuniones.




Pie de foto: Juan en el bar de su vida el día después de la muerte de Franco. Junto a él observamos a un delgadísimo y joven José Manuel Trillo.

PROGRAMACIÓN CULTURAL

PROGRAMACIÓN CULTURAL