El DRAE –la fertilidad léxica del Diccionario de la
Real Academia Española- resulta insuficiente para expresar –siquiera de
soslayo, como una sintética plétora de resumible crónica- toda la amalgamada
ramificación de sentimientos compartidos que nos invadieron –alma adentro- en
la pasada jubilosa jornada de la Solemnísima Función Principal de Instituto.
Aquello que el ojo humano a veces no ve –pero la verdad nunca avinagrada de los
sentimientos sí somatiza con conocimiento de causa- otorga dimensión de
histórica trascendencia a la copiosa satisfacción de cuantos numerosos hermanos
renovaron –un año más- su pública y consuetudinaria Protestación de Fe.
La –nuestra- Hermandad de las Cinco Llagas de nuevo
nadó a contracorriente del laicismo imperante para cercenar de raíz cualquier
encono del siempre deplorable discurso dominante –hogaño tan adscrito a los
muchos cambalaches de los posmodernos becerros de oro del siglo en curso-. Los
cofrades no nos achicamos ante la avalancha externa de aquella caterva que José
Luis Martín Descalzo definió certeramente como “un mundo de sordos
voluntarios”. El gozo recíproco en la defensa acérrima de los Dogmas de la
Iglesia. El hecho sintomático de la emoción contenida. La sinalefa de la
grandeza litúrgica. El ajuste de consonantes de tantísimas manos arrugadas
depositadas sobre los Santos Evangelios en la hora detenida del juramento…
La armonía purificada de la tradición. Los de
entonces, los de ahora. Merton dejó escrito que “ser miembro de la raza humana
es un glorioso destino”. ¿No entraña el ser cofrade asimismo “un glorioso
destino” siempre en marcha? San Agustín nos recomendaba que “nutriéramos
nuestras alas” para sobrevolar por encima de las ramas secas de nuestras
inmundicias. La Función Principal de Instituto nos unió y reunió otra vez en la
actitud oferente del patrimonio inmaterial que de continuo nos abraza en
nobleza y antigüedad, en la renovación y la continuidad, en la idiosincrasia y
en la nova evangelización…
José Ortega y Gasset nos hablaba en ‘La rebelión de
las masas’ de la configuración sin par del hombre en la historia. Acaso en la
historia cotidiana de las maravillosas pequeñeces de cada día. La Iglesia
andante que cada cual sostenemos sobre las clavículas de nuestra existencia. El
cofrade renace en cada Función Principal de Instituto. Coetáneamente por un
determinismo de retrospectivo respecto a los hermanos antecesores y asimismo
por una inversión de futura cristalización doctrinal de cara a las nuevas
generaciones. Humildes –de visu- por imbatible respeto a la institución. A la
soberanía como modus faciendi…
La Junta de Oficiales agradece muy honestamente –a
tantos hermanos y a su vez a los representantes de otras cofradías presentes-
cuantas felicitaciones ha recibido por la escrupulosa organización de esta
Solemnísima Función cuidada al mínimo detalle. El mérito descansa en la
totalidad, en el comportamiento imantado, en la parte del todo y en el todo de
la parte. Una convocatoria cultual que fraternalmente estuvo coronada con la
gratísima convivencia mantenida durante la posterior Comida de Hermandad donde
los aproximadamente cincuenta hermanos asistentes respaldaron el discurso del
Hermano Mayor e iniciativa del Cabildo de Oficiales de valorizar a los hermanos
de más edad que actualmente visten el santo hábito blanco. ¡Qué emocionantes
sincronías en los abrazos surgidos a los postres entre los ejemplares nazarenos
más veteranos! ¡Experimentamos la felicidad de una jornada de Hermandad
auténtica y veraz! Agradecemos a Dios el privilegio de nuestro cristianismo sin
claroscuros. Siempre a su Mayor Gloria. Post scriptum: el jugo de lágrimas
–llanto desatado, incontenible- de Antonio Guerrero Gamboa tras recibir su
homenaje (en su calidad de hermano cincuentenario) es el regreso permanente de
los históricos cofrades –buenos como el pan del cielo- que supieron servir con
cariño desaforado, con humildad silente, a la cofradía de sus amores. Pongamos
que hablamos, verbigracia, de Manolito Guerrero.