Por
Marco A. Velo
En un lugar del Sur de España
de cuyo nombre sí quiero acordarme –Jerez de la Frontera- nació hace poco más
de medio siglo un niño –guapo y risueño- que brotó de las entrañas de su madre
por la Gracia de Dios. De un Dios hecho hombre en la madera sacrosanta de las benditas
tallas de los Nazarenos y los Crucificados de esa ciudad tan fértil en
devociones como insumisa al paso y al peso del tiempo… Aquel niño se acunó en
el moisés de la infancia del barrio de San Pedro, callejuelas de sol y
plateresco donde la algarabía del colegio La Salle aún quedaba a la media
distancia de la Alameda Cristina. Introvertido y discreto a la misma vez, enseguida
su corazón irrigó sangre de cofrade de pura estirpe. De casta le vino al galgo,
de tal palo tal astilla: su rama materna ya descolgaba del calendario la
impaciente espera de un cofradierismo cuya saga aportaba grandes cofrades a
Hermandades como el Santo Crucifijo de la Salud, verbigracia. Renegó pertenecer
a las cofradías paternas de la Coronación y la Soledad porque a toda costa se
sentía y presentía hijo de Loreto.
Y porque nuestro protagonista,
un infante honesto con el imán de sus propios sentimientos, estaba predestinado
de nativitate a dedicar su alma y vida a la que es Reina de los Cielos y Laurel
de Marfil de la calle Bizcocheros. Cuando acompañaba de la mano a su madre en
la matinal rutina de ‘hacer los mandaos’, el chiquillo –callado como un palio
de cajón en el cénit de su mecido- tiraba instintivamente de las faldas de su
progenitora a la altura del inicio de la calle Antona de Dios pues entonces
–como un anzuelo a lo divino- ya presentía en sus adentros la cercanía de
aquella Virgen guapa y tersa como la encarnadura de los duendes de la Gracia.
La Virgen del avioncito. La Virgen donde el Verbo se hizo capirote blanco de
pureza y morada mortaja de penitencial cíngulo. Tiraba y tiraba de la mano de
su madre en minúsculas hacia el interior de la parroquia de su Madre con
mayúsculas…
De sopetón y de sorbetón –como
el vino consagrado de nuestra Eucaristía- el zagal se bebía los suspiros de la
Princesa Lauretana que a partir de entonces –crónica de un destino anunciado-
marcaría per sécula el unidireccional cordón umbilical de la biografía ya prevista
de antemano con letras doradas de entrega incondicional, incombustible,
indesmayable a la cofradía de sus velos y desvelos, de su servicio sin cotos ni
paréntesis, sin saltos en las calendas del biorritmo orgánico del cofrade en
marcha, del cofrade a las duras y a las maduras, del cofrade detallista y
creativo, del cofrade veinticuatro horas al día y trescientos sesenta y cinco
días al año y todos los años de su infancia, adolescencia, juventud, adultez,
madurez…
La media luna de cairel de su
sonrisa quedó dibujada en el rostro cuando al fin recibió la primera carta de
la Hermandad. Y, meses más tarde y la iglesia de San Pedro ya en el quirófano
de su restauración, todas las tardes el muchacho acudía a Santo Domingo para
que la Virgen no sintiera en tan forzoso destierro los puñales de la soledad.
Ningún cofrade acudía por entonces a sus plantas. Sólo el niño e Ignacio
Rodríguez Leonardo, dos generaciones fusionadas por la aureola de una cofradía
más soñada que alcanzable. Fue quebrando albores de sabiduría cofradiera
leyendo cada noche los recortables cuaresmales del ABC, los libros del padre
Cué y Joseph Peyré, las Luna de Nisán de Antonio Gallardo y, como improvisado
arquitecto de las pequeñeces que todo lo enaltecen, montó en la última puerta
gigante del ropero de matrimonio una iglesia a escala de Madelman donde recibían
cultos las Imágenes Titulares de una cofradía tan real como el escalofrío del
costillar de un párvulo vistiendo por vez primera la túnica nazarena.
Luego sobrevino la
persistencia, los logros conjuntos, la cofradía creciente, los diseños
artísticos de su puño y letra, el apunte a bolígrafo del día a día de la vida
de Hermandad, los cargos de Consiliario de Juventud, Mayordomo Segundo,
Diputado Mayor de Gobierno, Secretario, Hermano Mayor, Teniente Hermano Mayor,
la trágala de los sinsabores, las noches en vela, los alegrones de relumbrón,
el gozo revivido, el mínimo desengaño, el máximo encantamiento, los nombres y
hermanos que pasan –los Antonios, Luis, Pedro, Ignacio, Bartolomé, don José,
don Fernando, Paco, su madre (aquella santa con las piernas silueteadas de
varices), su padre (votando a su hijo apenas horas antes de sufrir un letal derrame
cerebral), fray Domingo…- y la cofradía transmutada en el deseo realizado de
hábito de cola y riguroso carácter penitencial. No ha sido la suya –ni de
lejos- la historia de un cofrade cualquiera escrita al dictado de la letra
pendolaria de Escribano Segundo.
Decía al principio que esta
grandiosa referencia ocurría en una ciudad de cuyo nombre sí deseaba acordarme.
También quiero acordarme ahora del nombre de ese niño: se trata de mi hermano
Eduardo. El mismo al que hoy, en la Función Principal de Instituto de la
Hermandad de Loreto, le será impuesta –con todos los honores y merecimientos-
la Medalla de Oro de la cofradía presidida por aquella Virgencita que siempre
supo amar desde que tiraba de las faldas de su madre cuando, de chiquillo,
hacían los mandados por las cercanías de la iglesia de San Pedro.