Tiempo al tiempo por Marco A. Velo
Manolo Molina
Aunque si bien es cierto que me encoleriza el ígneo
zigzag de la muerte –esa cáfila cuya manifestación se eterniza guarismo a
guarismo, sumando por sumando-, hoy sin embargo no me enroscaré ni me emboscaré
en lo baladí. Huiré del flatus vocis. Del sanguinolento obituario que es
pitanza de lágrimas (por lo común élegas). La Semana Santa –para el cofrade
marciano y febril a la vez, para el abotargado y asimismo para el indesmayable
impenitente- siempre cachea las siluetas del gozo. Una gigantea y gigantesca
pléyade de alborozos nunca conclusos. Apelaré, por ende, al enfoque de la más
obsequiosa alacridad.
Antepongo la palma a la espina. Y me viene como
anillo al dedo la palma porque hoy borro con goma de EGB –la Milán de nuestro
común colegio La Salle Buen Pastor- la cuadratura endrina de una esquela que
jamás –ni siquiera en el florilegio de
las pesadillas envenenadas de infracción onírica- quise ni leer ni releer
tratándose el finado –como de hecho se trataba- no sólo de una cofrade la
Estrella sino de un compañero de andanzas periodísticas con quien compartí a
diario siete u ocho años de redacción en el periódico Jerez Información, de
risas a mandíbula batiente, de honestidad por el ejercicio de la profesión y,
ya ulteriormente, cuando cada cual tomamos senderos divergentes –o no tanto,
según la toná del prisma- amistad, lealtad y fidelidad recíproca. La muerte de
Manolo Molina cobra protagonismo impretendido e incluso inelegante en esta
crónica a vuela pluma. Su tez sonrojada, los ojos saltones, la propensión al
ingenio salpimentado con un humor fino e inteligente, inglés y flamenco, los
latiguillos verbales que precedían a la carcajada –“a mis brazos, por Dios, a
mis brazos”-, el respeto siempre por un compañerismo del que –impecablemente-
hizo gala.
Dominaba como pocos la sección de Economía. Escribía
con celeridad y el cuerpo ligeramente encorvado hacia delante, las pupilas casi
pegadas a la pantalla del Imac. Metía mano –periodista de raza- a todo género
que se terciase. Sus crónicas de Semana Santa –de las que procuraba rehuir a
tontas y a locas- cuajaban el minimalismo del detalle descriptivo, la parte por
el todo: jamás olvidaré aquella kafkiana crónica de la salida de la Defensión
en la que, acaso sin pretenderlo, narró la escena tan sólo relatando –por
agravio o desagravio comparativo- el comportamiento del público encima de las
aceras. Gustaba de vestir elegantemente, como así latía su noble sentido de la
urbanidad. Andaba sin apenas torcer las rodillas, como un mohicano extraviado
en las calendas de la Historia. “Hermano Velo, a sus pies”, me espetaba cada
vez que nos encontrábamos y estrechaba mi mano en una gestual genuflexión de cariño
y bromas nunca aparte. Este pasado primer Domingo de Cuaresma lo divisé en
lontananza entre la muchedumbre del Besamanos de la Esperanza Franciscana. En
un repente me dio tres vuelcos el corazón: Molina estaba excesivamente delgado
y como demacrado. ¿Era la imagen de un epílogo que hoy me hará temblar de
tristeza cuando la Cruz de Guía de la Borriquita consolide de nuevo los
cíclicos preludios de la primavera?