La túnica blanca de Uberto Piñán
Necrológica escrita por
Marco A. Velo
Uberto fue –a no dudarlo-, además de la tácita
autoridad de la Medalla de Oro de la Hermandad que in illo tempore campeaba
sobre su pecho de gimnasta olímpico, un hermano queridísimo y apreciado –de
veras apreciado- por todos: por los de acá y por los de acullá. Por los de
entonces y por los de hoy. Por los de antaño y por los de hogaño. Su inquebrantable
simpatía, la locuaz espontaneidad que destellaba a mansalva, el ingenio
afilado, su don de gentes, su optimismo inalterable y, sobre todo, el alto
concepto –la asignatura troncal- del intacto y nunca desmesurado ni desmedido
ni demediado servicio institucional a la Hermandad –como lema, como modus
operandi, como rúbrica, como filosofía existencial-, a la que se entregó de
lleno y a la que quiso con todos los resortes del alma, retrataron genuinamente
durante más de seis décadas el prototipo y el paradigma de un cofrade cristiano
que siempre respetó con esciente fraternidad a la práctica totalidad de sus
hermanos y asimismo apoyaría incondicionalmente –sin quebraduras, sin fisuras,
sin rasgaduras- a los Hermanos Mayores y Juntas de Gobierno de esta corporación
nazarena de tantísimos –para él- sentimientos encendidos. Tan profundos y profusos
como la casa poética de Luis Rosales.
Vistió la túnica blanca por encima –y a través- de
fechas, modismos, mediocridades y coyunturas ajenas hasta que, alcanzados los
ochenta y tantos años de edad, ya las fuerzas musculares y los achaques de
marras quebraron -¿mermaron?- su resistencia y su capacidad física para concluir
la estación penitencial. Uberto sí entendía y somatizaba el sentido
trascendental de saberse penitente de la luz. Sin faltar ninguna Madrugada
Santa. Ninguna. No concebía ni por asomo la Semana Santa desertando del esparto
ajustado a la cintura y del antifaz cristalizando la férula del anonimato. Muchos
nazarenos silentes, compungidos, recuerdan/recordamos cómo Uberto Piñán lloró
desconsoladamente –las manos temblorosas agarradas al soporte de un palco vacante
de la calle Larga- cuando aquel primer aciago año (separado por prescripción
médica del santo hábito nazareno) observaba -impotente, nostálgico, adolorido,
las entrañas latientes, la mirada lagrimosa- el transitar de la cofradía desde el
desierto de arena, desde las tierras movedizas, desde la parálisis de las
aceras. Desgajado, arrancado, descarnado de sopetón, por las bravas y casi en
volandas, de la carne de su sempiterno testimonio cofradiero. ¿Alguna estampa
más impensable, más improbable, más atípica y más inacostumbrada que la de Uberto
Piñán de paisano cuando el fulgor de la Luna de Nisán anuncia la semántica del
lenguaje de un silencio antiguo como la sierpe de la corona de espinos
incrustada en el cráneo vivo de Jesús? ¿Se sintió, de súbito, stricto sensu,
culpable de una innegociable deserción para la que su maltrecha salud se impuso
categóricamente –inclementemente- a los requerimientos de la voluntad?
Uberto, un clásico de San Francisco. Quiso negarse a
sí mismo, hacerse menguante ante la grandeza del instituto cofradiero.
Contrario de polemistas desprovistos de obras. Constructor y constructivo. Leal
y legal. Gestor y mentor. Ángel y custodio. "A la Hermandad, al Hermano
Mayor y la Junta de Gobierno hay que respaldarlos y apoyarlos siempre”,
espetaba a diestro y siniestro. Lo propugnaba a pies juntillas el hermano
número 3 del censo de hermanos. Porque a mayor abundamiento predicó con el
escaparate de cristal mate de las acciones propias. Jamás solicitó ni de
soslayo el mínimo reconocimiento, la más lacónica apología.
Uberto o las confesiones de San Agustín: “Pues
Cristo es nuestro verdadero mediador”. Uberto o las razones de José Luis Martín
Descalzo: “La realidad es más ancha que nosotros”. Uberto o ‘El divino
impaciente de José María Pemán: “No hay virtud más eminente que el hacer,
sencillamente, lo que tenemos que hacer”. Uberto o la inalterable y espartana
asistencia e incluso persistencia -¡menudo ejemplo el suyo!- a las
representaciones corporativas de la Hermandad en las procesiones anuales del
Corpus y la Merced. Siendo ya nonagenario, Uberto siguió acudiendo puntual a
estas obligaciones estatutarias. Y a los cultos de su Hermandad, al Quinario de
la semana de septuagésima y al Triduo de la Esperanza. Y a las solemnes
ceremonias de besamanos. Y a la comunión diaria. Miembro de Junta desde la
época de Enrique Fernández de Bobadilla –mediados de los cincuenta-, presidió
la Hermandad en calidad de Hermano Mayor en funciones en 1980/1981. Tembló como
un párvulo cuando recibió de voz y manos de quien suscribe en mi calidad de
Hermano Mayor –primeros años de la década del dos mil- el homenaje merecidísimo
de cofrade cincuentenario. Dejad que los niños de casi noventa años se acerquen
a mí.
Siempre fortalecido y ágil físicamente –un fenómeno,
un crack, jugando a los bolos casi hasta el epílogo de sus días-, recorriendo
de este a oeste la longitud de la ciudad en unas larguísimas paseatas –a ritmo
de atleta, a paso de agua- de aquel caballero cuya edad mental jamás se ajustó
con la tipificada en el DNI. De un tiempo a esta parte, la distinguida sonrisa
dibujada a lo ancho del rostro, el tono de voz de montañés a la antigua usanza,
el humor refinado de los leoneses, confesaba que si bien parecía un acróbata de
cara a la galería, “la maquinaría interior necesita ya una restauración grande
en cualquier taller de reparaciones”.
Ha fallecido, a los noventa y siete años de edad,
como el héroe sabio que hubo de alcanzar y sustantivar múltiplemente las metas
de la dignidad personal. Uberto, ahora, rebosa felicidad. Porque ha sido
amortajado por el antiguo Hermano Mayor Francisco Barra con su vestidura preferida,
con el santo hábito de la Hermandad de las Cinco Llagas, con la túnica por la
que ya jamás Uberto llorará apoyado –derrumbado emocionalmente- en el frontal
de un palco vacío como la tristeza de una Madrugada sin capirote sobre las
sienes. Ha marchado hacia el Señor de la Vía-Crucis en una presidencia de
nazarenos blancos que, varas en mano, de repente también la forman Manuel Martínez
Arce, Manolito Guerrero Ramos, Francisco Vilches Calvo, Juan Peña Tejero…