Por Marco A. Velo.
Publicado en Diario de Jerez
De antiguo los jerezanos
sevillanean. Y que nos quiten lo
bailado. También según las interconexiones de la viceversa: igualmente –tanto
antaño como hogaño- los sevillanos, en materia cofradiera, jerezanean de cuando
en cuando -¿verdad que sí, Ramón de la Campa?-. Todos los caminos de esta
mañana de claridad y duende conducen a la Roma de la piedad popular de un enclave mítico y
sacramental de la ciudad de Sevilla. Por ende procedamos a sevillanear.
Pongamos que hoy me torno cernudiano y, articulando la andariega prosa barroca
de Lezama, escribo mojando mi pluma en el tintero de los memorandos de este
pasado domingo. La mañana templaba las musas literarias del excelso Rafael
Laffón. Y redescubro de nuevo, sin salirme del anagrama del mismo asfalto, el
frontispicio del domicilio de Joaquín Romero Murube, aquel articulista lírico
capaz de olfatear las esencias de la metonimia desde la tilde de un naranjo en
flor. Y camino por esta estrechez de fachadas nobles, los comercios abiertos al
público familiar, los rayos del sol colándose de rondón por la rendija del
tiempo detenido. Habíamos dejado atrás el regusto del pan con aceite, la visita
nunca parda al templo de los nazarenos por antonomasia de la Madrugada Santa
hispalense, la muchedumbre alrededor de la contracorriente de la Plaza del Duque, la
mezcolanza festiva del día del Señor en plenas compras de centros comerciales.
Pero ahora nos dirigíamos por el camino más corto de entre los posibles –con
resonancia semántica de estatutos de cofradía de negro- hacia San Lorenzo, allá
donde el mármol resucita a cada instante el legado de Francisco Palacios “El
Pali”. Un cantaor con relumbres de Velada de Santa Ana, con mosto nuevo de
garrafa, con calentitos y tazas de chocolate, con Miserere de Eslava y futbolín
de Villarines. Sabíamos de una cita irremplazable: el encuentro atemporal con la Soledad de San Lorenzo.
Ella, la graciosa Virgen de los cachetes colorados, se ofrecería de nuevo a
nuestra mirada tierna y horneada en la tahona de la Fe. Y no cupieron en
nosotros más interrogantes sobre el concepto virginal de la belleza…