Marco
A. Velo. Publicado en Diario de Jerez
Los cofrades a veces nos enzarzamos en unas peloteras tan
estúpidas como infructuosas. Y tan infructuosas como inconclusas. Algunas se
imantan a la insufrible frialdad de su acogotada sinrazón. Y a la carátula de
su interminable metraje. ¡Menudo espectáculo de ridícula zapatiesta ofrecemos
–rara vez a tontas y a ciegas- de cara a la galería! Los cofrades rizamos el
rizo de la animadversión cuando de desatar iras -nunca congruentes- se trata.
Rechazamos de raíz lo esencial a favor de lo obtusamente accidental. Los
fanáticos cainitas sobran en las cofradías: sobre todo si la intolerancia
comporta una monomanía personal. Largo sería de estudiar o, por mejor decir, de
explicar el revelador complejo psicológico que los sustenta. La guerra de
guerrillas es un monipodio atroz. Yo enmudezco a continuación. Y abro un largo
entrecomillado. Viene a colación como anillo al dedo. Se trata de un texto
extracofradiero. Pero a veces en lo ajeno –que no en lo extemporáneo- hemos de
hallar la clave de lo propio. Lean el siguiente decálogo que en el año mil
novecientos noventa escribió un grupo de intelectuales, periodistas, gente de
letras en la revista ‘Más allá’. Como foco central temático: la guerra. No
apellidemos ninguna en concreto. Tan universal como particular renace cualquier
confrontación –multitudinaria o mínima que fuese-. “No hay guerras justas, no
hay guerras necesarias. Dios no milita en ningún bando. Nadie está aislado de
los demás: todo está interrelacionado. Todas las criaturas existentes forman
parte de un solo cuerpo, de un solo todo. El daño infringido a cualquiera de
esas partes es un daño para el conjunto, para el todo. El único bien particular
es el bien general. La paz no puede ser reivindicada. La paz es la consecuencia
de una actitud interna no violenta. Las guerras no tienen vencedores. Todos
hemos perdido la guerra. Nunca más iré a la guerra”. Luz encendida. Epíteto.
Zarandeo. Obús catártico. Más de un cuarto de siglo nos separan del pulmón
respirante de esta letra que, en efecto, con sangre entra. A nadie escapa que
andamos con botas de siete leguas por un siglo descerebrado e invertebrado.
Pero los cofrades siempre nos hemos distinguido por la mesura de las formas.
Reeduquemos a los violentos sin causa. ¿Comenzamos a repartir –en idéntica lid-
pescozones a diestro y siniestro?