Aquellos comerciantes del Jerez de entonces



Marco Antonio Velo – Jerez íntimo – Diario de Jerez

La muerte carece de frontis. La muerte no es epidérmica pero sí episódica. La muerte es -por trechos- devastadora. Su cosmopolitismo bascula a capricho. La muerte apedrea los virajes de nuestro sino. Tritura la previsibilidad del calendario. En un amén convierte la hora nona en annus horribilis e incluso en annus “miserabilis”. Cultiva -a traición, a bocajarro- la cautela. Acecha de soslayo: como programando el repente del jaque mate. Como moldurando la inmediatez con una cenefa color esquela. Se muestra -invisible e indivisible- rancia y visceral y lacónica. Jamás cabrillea sones anunciadores. Ni tampoco panderetea el anuncio de su advenimiento. Camina -¡oh, canina!- a la izquierda de la vía augusta y a la derecha de la vía lucis.
En Jerez ha brujuleado de nuevo. Trenzando arabescos en singladura centrípeta. La ha tomado con señeros propietarios de casas de tejidos. Pongamos que hablamos de los hermanos Ramón y Bernardo Anguita. Octogenarios ambos, empáticos sendos. El paisanaje intrahistórico de una ciudad también entronca con la raigambre antigua de sus comercios más significativos. La faz de los espacios urbanos envejece en función de la esfumación de tiendas y almacenes carismáticos. La pervivencia o supervivencia de un clásico -en clave de negocio abierto al público- constituye algo así como el heroico triunfo sobre la acechanza del tiempo.

Los pequeños e incipientes empresarios de cuando entonces -¡aquella definición de industriales!- no dominaban ni el DAFO ni las reglas básicas del marketing. Ni falta que les hacía: la intuición y el sexto sentido eran, además de un manual de estilo, toda una suerte de habilidades sociales en la negociación castiza del tú a tú. La muerte -esa gaznápira- también difumina un modo muy solvente de vender. En los comerciantes de antaño subsistía la esfera moral de las interrelaciones conciudadanas. Las tiendas de Évora y Doña Blanca de los hermanos Anguita renacían cada veinticuatro horas como punto de encuentro, como diván grupal, como confesionario coral, como legitimización del empresario hecho a sí mismo y como ejemplo paradigmático del emprendedor a la antigua usanza.

Los comerciantes de los años cincuenta, sesenta, setenta… ejercían la negociación de la familiaridad en una atención casi de consultorio psicológico. Clientela como sinónimo de amistad y de igualdad. De trasvase de tipismo. El escritor José María Izquierdo asegura que “lo típico es lo original, lo típico es lo propio de la vida. Y dejamos de ser típicos, originales, cuando no somos espontáneos y sinceros, cuando no somos nuestros, cuando no somos nosotros mismos (…) Lo único malo que puede pasarnos es que perdamos nuestra personalidad. No seamos nunca miméticos, rutinarios; no permanezcamos jamás indistintos, indiferentes… Y así viviremos". El cliente de Jerez -¿otro modus operandi?- no acudía a “hacer los mandados" para cumplir y cumplimentar  -estresado- con el automatismo de la compraventa. El cliente del Jerez de aquellos entonces paseaba los negocios de gente allegada para -a voluntad- confesar experiencias, pasar revista a los chascarrillos del día y comunicar lo propio como una especie de urgente necesidad vital. Eran los comerciantes -tan diestros en la comunicología del bachiller de la calle- terapeutas de lo ajeno.

La muerte -negra como el morlaco de la embestida a traición- va desdibujando del mapamundi jerezano esta transparencia relacional. Digamos sin aspavientos que en el empresario de puertas abiertas latía el continuum del espíritu costumbrista de las casas de vecinos. La gente del procomún estilaba las relaciones públicas. Sin prisas, sin megalomanías, sin avaricia competitiva y sin ensimismamientos en la restrictiva conexión bilateral con el teléfono móvil. Juan Maragall escribió que “hoy puedo decir que he sido ciudadano del ensueño porque a mi ciudad la he visto entre su pasado y su porvenir". Los comerciantes del ayer nos enseñaron el cum laude personal de una ética multifuncional. Tal ellos fueron. En nosotros está somatizar aquello que nos legaron. Todo cuanto nos sellaron. Así, y sólo así, la muerte -esa serpiente escurridiza- habrá fracasado en tierra jerezana.

PROGRAMACIÓN CULTURAL

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