¿Por qué no gustó la Gala de los Premios Goya 2018?



CINE Y TELEVISIÓN 

Desciframos algunos errores de la fallida edición de una ceremonia venida a menos 

MAV – MIRA 

No son pocos los ciudadanos que hicieron de tripas corazón para visionar del hilo al pabilo la tan cacareada Gala de los Premios Goya. ¿Por qué? Porque se sienten -desde su más tierna infancia- cinéfilos empedernidos. Y es tendencia que les honra. Porque recuerdan que antaño -cuando entonces- los representantes de la industria del cine aupaban el sector con la elegancia de formas que incluso la factura intelectual requería y aún hoy habría de requerir.

Porque hablamos -ayer y hoy- de un arte que ocupa por méritos propios el séptimo pódium en la escala mundial de consideraciones unánimes. Porque el cine -su potencial creativo, su adarme reflexivo- supera -ha de superar- con creces cualquier determinismo partidista de discursos dominantes. Porque todo cuanto concierna a la exposición institucional de nuestro cine patrio no ha de vincularse -al cabo chuscamente- con reivindicaciones de idéntico signo ideológico. A buen entendedor…

En este introito ya subyacen algunas tachas de una gala que de nuevo trasmina un mismo tufo proselitista. Tanto si fuere de un signo como de otro. Mas coincide al alimón que siempre emerge de idéntica parte contratante. Como            si el cine español perteneciese al dicterio y al botafumeiro de las siglas del siglo. Aburre sobremanera la presentación monocolor de la hipoteca ideológica de los actuantes encima del escenario de esta gala venida a menos. O dicho de otro modo: el cine es libertad de expresión pero también es pluralidad y es asimismo generalidad y es asimismo democracia de pensamiento. Ni reino de taifa ni república bananera.

La Gala se (nos) hizo infumable. Insoportable. Tediosa. Desproporcionada. Descolocada. Descifrada. Las redes sociales así lo atestiguaban al término de la misma. Desmedida de tiempo y de escaleta. En su 32ª edición fue la menos vista de los últimos años. Casi de la última década. Incluso el público asistente reía en muecas forzadas. La concurrencia no ha de responder en positivo de manera autómata porque a la postre impostan un patio de butacas de plastilina.

No ha de albergarse ninguna duda: el fallo garrafal, el error craso, el patinazo olímpico de la Gala de los Goya 2018 estribó en su guión. En la concepción del guión. En la escritura del guión. Como bien señala el estudioso Michel Chion, “los buenos guionistas no surgen por generación espontánea; nacen de la intuición de las normas, de la profesionalidad adquirida por la experiencia y del estudio. Las historias son siempre las mismas. Es el arte de la narración lo que permanece abierto y renovable”.

La Academia de Cine se empecina en molturar una escenificación graciosa de la gala. Como un daguerrotipo de chistes no siempre universales. No siempre entendibles. No siempre siquiera catalogados como causa efecto del sentido del humor. Las artes escénicas han de rendir tributo al oficio del cómico, que encarna a varias naturalezas superiores del humorista (siendo la de éste, la del humorista, una escala siempre mayor y aplaudible).

Pero la Gala de los Premios Goya no necesariamente ha de emparentarse al tutelaje de la carcajada. Y sí por descontado al de la comicidad. ¿No puede un periodista presentar esta fiesta del cine español en el garante de la permanencia del divertimento (sin peligro de extinción)? Pongamos por caso.

Los presentadores de la última fallida edición, Ernesto Sevilla y Joaquín Reyes, no supieron tomar la medida ni del ritmo más adecuado ni tampoco de la inyección de los chascarrillos (para algunos aún inentendibles, como así ocurrió a una absorta Maribel Verdú). Para el prime time de Televisión Española se precisa una modernidad más asequible. El gag de la vomitona fue un signo de mal gusto harto asqueroso por lo demás.

Nadie discute la calidad artística de Sevilla y Reyes: no obstante el desacierto puso en solfa su potencial creativo y creacionista. O se quedaron cortos o se pasaron de frenada. El lector podrá dictaminar a su libre albedrío (y siempre acertará en cualquiera de ambas opciones).

La banderola de la reivindicación feminista igualmente quedó alicorta. No suficientemente ensayada. Y hasta -a ojos vistas- no del todo asumida por los propios agentes protagonistas de cuantos allí ocupaban butacas o desfilaban -verbo en labio- encima de las tablas de las intervenciones públicas. Premiados inclusive. La estrategia de marketing de los abanicos estuvo desafinada de compás. La ceremonia de los Goya comenzó y terminó -al tantán- envuelta en un halo polemista. Predecible de todas a todas. La denominada “edición de las mujeres” resultó carente de tales. Es cierto que los datos sobre los personajes protagónicos de/para mujeres o la denunciable brecha salarial están a la orden del día. La reivindicación no nacía gratuita. Pero… ¿era la noche, la hora y la ocasión idónea para alzar el puño femenino?

Del discurso institucional de la Academia de Cine casi mejor ahorrarse el comentario. Misma cantinela versus Gobierno de la Nación. Mismo oportunismo ramplón. Mismo discurso en mismo foro equivocado. Mismo desagradecimiento hacia la mano que subvenciona. Suena cansino, por repetitivo. Resuena a proclama de clan cuando a decir verdad no todos los oficiantes del cine español respiran al son de este sol que más calienta.

¿Por qué esa fijación en restarle protagonismo al cine con mayúsculas, a las películas, a los actores nominados, a las fichas técnicas, a las puestas en serie? ¿Qué faltó a la Gala de los Goya? Seriedad y emoción. ¿Qué sobró? El guión, el tono politizado y Javier Bardem y Penélope Cruz siempre sentados en la primera fila de una sobrexposición pactada.

PROGRAMACIÓN CULTURAL

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