Cofrade sobre ruedas

Marco A. Velo  - Jerez íntimo – Diario de Jerez

Episódico y epidérmico son términos antónimos si los pleiteamos desde la soberanía de la Santa Cuaresma. En esta mañana que cimbrea albores de primavera – al alba siempre sería, al quijotesco modo-, yo fijo mi retina en la sincronía del tiempo detenido. En el reloj de cuco del pendular vaivén cíclico de las enseñanzas cofradieras. Es justo y necesario. Resulta de obligado cumplimiento. Es de cajón y de catón. Es condición sine qua non. Para batir la difícil plusmarca de una fértil mención con nombre propio. Para exaltar a la persona. Al caballero de manos arrugadas y conciencia tersa. Al maestro de la blonda. Al rector magnífico del encaje. Al excelentísimo honoris causa del alfiler… Al hombre que -ojos chisposos y peinado negro y planchado- motu proprio ha aspirado a la discreción como modus vivendi.
Detengo el minutero como quien paraliza los pulsos de una rima asonante. Para resaltar el DNI ya entrado en años de un hijo de María. Para rendir homenaje -sí, homenaje cuya verticalidad brota de los hondones de una yedra vivificante que repecha los muros y los murales de toda una existencia (plena y jamás plenaria) a las plantas de marfil y hueso de la Madre de Dios-. ¿Tributo a pitón pasado? Nones. Pleitesía del carpe diem para quien, acariciador sublime de toquillas de sobremanto, merece cuanto menos el novenario de estas letras tan enmeladas y tan esteradas de gratitud y admiración.

Sucedió en la alpaca plateada de la vivencia presencial. Apenas un par de semanas atrás. A observancia in situ de estos ojos míos que han de tragarse la tierra. Ipso facto. A pies juntillas. Codo con codo. Hombro con hombro. Metido de hoz y coz en la escena.  Jamás al albur de los fenómenos de convergencia. Sino al trasluz del dictado y del deuterio de la mera casualidad. Sucedió allá donde el martinete de ecos antiguos -como una sinfonía de fuego y lunares- eleva la sangre a un nombre de calle. O donde cante y cantarería mixturan embrujos de noches a compás. Donde la collación esculpe a cincel la gitanería del más poético y del más mesiánico de los quejidos. Donde el azufre de la modestia económica se suple con el brocamantón de unas gargantas que perfeccionan las soleares…

Aconteció barrio adentro, portalón adentro, iglesia adentro. El silencio acampada y campeaba al albur del reguero de devotos que ahora enfilaban el vector unidireccional de la única línea de llegada: la carnosidad escultórica de los pies clavados en la madera – en la arbórea redondez crucificada- de la Buena Muerte. Santiago – el templo relimpio- tintinea la penumbra del rigor mortis. La contraportada de la vida. La yerma incriminación de un criptograma con sones de la más infausta e injusta sentencia que jamás conocieron los siglos. “Qué sólo se quedan los muertos", espetó Bécquer en un arrebato de lirismo seco. Mas nunca si la muerte se acrece en balde bajo el cuerpo de Jesús. La sintomatología de este solemne besapiés es una tronera de plegarias apenas musitadas.

Y fue que allí, primero a la textura de nácar de las manos del Dulce Nombre y después a los talones descalzos -de clavo traspasados- de Cristo, se acercó -como siempre hizo durante décadas, silente y entregado a pulmón lleno, discreto, henchido de sencillez- el cofrade mayúsculo, el hermano risueño, la empatía a raudales, el vestidor de Vírgenes… don Carlos Otero… El hijo predilecto de sus tantas advocaciones marianas… La Candelaria, la Reina del Transporte, el Carmen, la Merced, la Esperanza de la Plazuela, la Esperanza de San Francisco… Carlos Otero, el emblema humilde e ilustre de las Hermandades de Jerez. Iba sentado sobre una silla de ruedas. Sin perder el atisbo kilométrico de su permanente sonrisa. ¿Verdad que sí,  José Antonio Carmona Otero? ¿Para cuándo el gran homenaje de la Semana Santa Jerezana a su preclaro defensor a ultranza? ¿Para cuándo el distingo de cofrade ejemplarísimo, de cofrade en potencia, de potencia de cofrade en un catedralicio sábado de verano a los pies del Cristo de la Viga? Otero, qué gran legado en sí mismo. Qué fontana de excelsitud. Qué categoría callada.

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