Domingo de Resurrección: Antonio Berro

Artículo publicado en DIARIO DE JEREZ el DOMINGO DE RESURRECCIÓN




Escribir necrológicas no constituye –para el fuero interno del plumilla que las redacta- ningún bálsamo de fierabrás. Ni tampoco –por todos los males del demonio- purga de Benito alguna. Instituye un género periodístico bello y embellecedor en tanto retrata las constantes vitales –psicológicas, físicas, temperamentales- de un alma en ebullición. Hoy pongo en negro sobre blanco el nombre de Antonio Berro Flores. ¡Quién nos lo iba a decir, Antonio, cuando hace apenas nada –en un amén, en un tris, en un santiamén- nos obsequiamos con aquel fundidor abrazo de padre y señor mío al término de la Función Principal de Loreto! Sí, hombre, sí, de Loreto, a cuya corporación nazarena entregaste tus desvelos de cofrade perseverante como un arcángel silente –trabajador incansable en la oquedad del anonimato- que redondea con primor todas las volutas de las algodonadas nubes del cielo. Allí precisamente habitas ahora: en el orto donde no existen ni contraluces ni caobas en sombra ni verdades avinagradas.
Antonio fue una especie de alfarero bonanzoso de la pulcra administración que precisa toda cofradía desprovista de recursos económicos. Grano a grano hizo el granero. Laboraba en sordina –siempre al pie del cañón del fulgurante entusiasmo que contagiaba en derredor- notificando la contabilidad de las ventas de loterías, de los ingresos atípicos, de los donativos. Mientras Antonio desempeñó el cargo de tesorero jamás se pospuso ningún pago, ninguna demora: nunca profirió aquel título del ‘vuelva usted mañana’ tan de Larra y tan la España granuja y sablera por otra parte. Antonio como sinónimo de cuentas claras y chocolate espeso. Gordito de cuerpo y orondo de afabilidad. Un señor muy callado y simpaticón a la vez. Gestor pragmático: solía manejar la resolución de cualquier entuerto, de cualquier problema in extremis (que además siempre relativizaba con su dosis de serenidad-de instintiva imperturbabilidad- y  agudo sentido del humor). Hombre no dado al verbo: escasas palabras pero meridianas y suficientes. Parecía como si tuviese que insuflarse de energía para prorrumpir alguna frase, algún vocablo, alguna mera transmisión oral. Para mí tengo que su virtud estribó en la repercusión del lenguaje del silencio: amores son obras y no buenas razones. Ora et labora. A Dios rogando y con el mazo dando.
Antonio era algo así como un José Luis Coll de las cofradías al jerezano modo: circunspecto en apariencia, fluctuante de comicidad, ocurrente e introvertido, cariñoso a la enésima potencia, la retina como una mística del sufrimiento contenido, afable y resolutivo, cumplidor hasta el corvejón, amante del casticismo más purista, brindador de esencias como un ser de cercanías (al reverso de la máxima de Baudelaire).  Supo como ningún otro insuflar al joven cofrade el sentido de adecuación y de responsabilidad y de inmanente lealtad a la Hermandad. Predicando a destajo con el indómito ejemplo de la primera persona del singular.
Enciendo ahora –casi a marchas forzadas- los fotogramas menos pretéritos de la nostalgia y enseguida reconozco a Antonio Berro sonriendo a la adversidad, como a saltitos de impedimenta y querencia. Antonio como padrazo que dio todo lo posible y la práctica totalidad de lo imposible por sus hijos. Siempre por sus hijos. Antonio repartiendo a raudales su capacidad de amar. Lo veo ofreciéndome naranjas de postre en su casa de la Constancia –naranjas lustrosas y enormes como el bombeo de su inagotable corazón-. Y otra vez se sienta ahora, junto a Miguel Puyol, en la secretaría de la Casa de Hermandad, como cada viernes después de los rezos, para concelebrar reunión del consejillo de puesta al día. Y se despliega ante nuestra remembranza un collage de veras perceptible.  ¿Lo ves pegadito a Sacri en Santo Domingo bajo aquella luz de amanecida del Viernes Santo de estreno del joyerito de plata de la Reina de los Cielos? ¿No lo distingues en animada tertulia de copita en la barra del bar San Pedro junto a Pedro Simón Rodríguez Martínez, Luis Sola López Cepero, Antonio Delgado Sánchez y Paco Larraondo Hernández? Podría ahora, parafraseando al poeta, apostrofar versos que dibujen “el hueco de un despertar sin pájaros”. Pero, tratándose de Antonio Berro, prefiero regresar de inmediato al uterino optimismo del milagro de la vida. Milagro de vida de un abuelo –contento y feliz- cuyos brazos ya para siempre estarán acunando desde el cielo la ternura de una nieta que también se llamará Loreto. Sí, Loreto, como La Que ahora sigue siendo Norte y Guía del bueno de Antonio allá en las cimas del descanso eterno.  
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Viernes Santo: Paco Larraondo

Artículo publicado en DIARIO DE JEREZ el VIERNES SANTO




En esta mañana de antiguos tapeos en el bar San Pedro y túnicas moradas colgadas en las perchas de la calle Moreno –revoloteo de la algarabía infantil de aquellos juguetones niños que fuimos de los años setenta-, he querido hoy bruñir el álbum de la nostalgia para rendir tributo -¡conste en acta!- a la elegancia torera de un secretario a la antigua usanza: Paco Larraondo. Dígase con nombre y apellidos a fuer de escrupulosa y protocolaria exactitud: don Francisco Larraondo Hernández, donoso escribano de la villa lauretana San Pedro intramuros. Podría aducir este servidor de ustedes y de nadie más –este plumilla que os habla ora al ralentí ora al por mayor- innúmeras loas a los antiguos secretarios de nuestras hermandades. Aquellos que ni de lejos presagiaron la pragmática inmediatez de la revolución tecnológica. Aquellos que escribían –estilísticamente hablando- como los ángeles (casi la práctica totalidad cofrades muy leídos y por ende manejadores de un prosario desprovisto de convencionalismos y dictados en serie). Aquellos que mojaban la estilográfica en el tintero de una caligrafía por lo común inglesa para redactar a mano –a puño y baile de muñeca- actas, direcciones en sobres, planillos de cortejos, memorias, etcétera. Horas y horas de aplicación y barroca letra. Ya se sabe: verba volant, scripta manent. Los pretéritos –que no preteridos- secretarios de las cofradías fueron unos titánicos fedatarios del latino pulso narrativo consistente en el ‘gratis et amore’ de la entrega desinteresada.
Paco Larraondo figura hoy como cabeza de cartel en esta plaza de fina torería cofradiera. Su heredad así lo exige. A caballo entre el lord inglés de impecable elegancia en el supremo arte del bien vestir y la ingeniosa agilidad mental de unos astutos juicios de continuo avalados por la eficiencia de la finísima ironía humorística y el sesudo conocimiento de la burocracia administrativa e institucional, Paco ejercía –y no sólo al amparo de la Hermandad de Loreto- una suerte de tecnocracia muy resolutiva y convincente. Cortés relaciones públicas, exquisito hasta la médula, Larraondo –menuda la figura, enfático el ademán- siempre dirimía según la serena e imbatible argumentación de la sensatez. Del incluso imparcial/neutral sustento estatutario de la norma aprobada democráticamente. Y, ulteriormente, garrotazo cómico y tentetieso. Economizaba de tal forma la contundencia verbal con el adobo del ingenio y la metáfora en clave de humor –maridaje por lo común tan fructuoso como incontestable- que allí donde interviniese lograba encarnarse en el anticipado Trending Topic de un escenario ajeno a iPhone y BlackBerry. 
Paco fue un cofrade purista, de achinada mirada y sonrisa sardónica. Su estatura física era inversamente proporcional a la alta pluralidad de su intelecto.  Espontáneo, ocurrente, reivindicativo, contertulio, britanizado, resuelto, profuso, elitista, astuto. En su pequeñez se condensaba todos los perímetros de la valentía. Parlamentaba a portagayola. Se soñaba torero de trapío y Puerta Grande. Gustaba de desplazarse a Sevilla para asistir a las Solemnísimas Funciones Principales de Instituto de cofradías de abolengo tipo el Silencio, Pasión, el Valle y, a renglón seguido, hospedarse en el Hotel Colón y así imaginariamente sentirse torero de las medias verónicas de su acompasado tronío personal. Paco Larraondo o sus años en el Banco Vizcaya o aquella colorista caricatura dibujada por Luis Mateo en el expositor del bar La Pandilla o las enérgicas críticas a estamentos cofradieros cuando la infracción y la insania conjuntaban ocasionales despropósitos ajenos. Paco Larraondo o una túnica morada y capa blanca instaladas en la moviola de la remembranza de un Jerez ya difuminado por la brumosa rebujiña de la amnesia colectiva. Su hermano José Luis fue capiller perseverante y ejemplarizante en la no menos torera Hermandad de la Coronación de Espinas. Paco no obstante se prolonga y pervive y -aún de alguna genealógica manera- convive con nosotros a través –de tal palo, tal astilla- del contrastado buen hacer de su hijo Pedro. ¡Qué gran rama la que del tronco nace!
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Jueves Santo: Manuel Guerrero Ramos

Artículo publicado en DIARIO DE JEREZ el JUEVES SANTO




Aún lo estamos viendo en los intransferibles senderos de la nostalgia. Aún lo estamos viendo en la cima del paso del Señor. Aún lo estamos viendo de acá para allá como un chiquillo revuelto de trajines. Aún lo estamos viendo cómo cruza la calle Corredera mientras arrastra dos bolsas enormes –negrísimas- de basura hinchadas de restos de flores de los altares de San Francisco después de la poda y de la coda diaria. Aún lo estamos viendo sentado en las silletas separadoras del besamanos del Señor de la Vía-Crucis, de espalda al público y de frente al Amor de sus Amores, con su traje oscuro, su piernas livianamente arqueadas hacia dentro y su friso de pañuelo blanco asomando por el bolsillo de la pechera como un signo de la bandera blanca de la paz que encaminó todas sus acciones y todas sus decisiones. Aún lo estamos viendo –ya infartado del corazón, enfermo de consideración- escapando de la vigilancia de su mujer para incorporarse –como Dios mandaba pero no así la prescripción médica- a la representación de su Hermandad de las Cinco Llagas de aquel Corpus Christi de su último año de vida.
     Aún lo estamos viendo caligrafiando postales de consuelo y respaldo a los hermanos que habían perdido algún ser querido: aquellas letras tan donosamente redondeadas, tan pendolarias y tan artísticas como a la cervantina cortadas. Aún lo estamos viendo encima de la tarima del Patio de los Naranjos de la Santa Iglesia Catedral recibiendo la distinción de Cofrade Ejemplar, de Cofrade en Potencia, de Potencia de Cofrade,  y leyendo a posteriori unos versitos de su propia cosecha como correspondencia y agradecimiento al fervor de un público siempre feliz por tan atinado nombramiento.
     Aún lo estamos viendo, cada noche del 5 de enero, recibiendo a la comitiva de los Reyes Magos de su Hermandad en su domicilio de la Barriada de España, última estación de la marcha real siempre con desprendidas atenciones de raciones de quesos, choricitos, atún con mayonesa y la mesa bien regada con los más óptimos vinos de la tierra. Aún lo estamos viendo arrebatándoles los cubos de agua a las limpiadoras de la Iglesia de San Francisco para ahorrarles los viajes y los trasiegos a las susodichas desde el atrio del templo hasta el grifo del patinillo interior.  Aún lo estamos viendo apurando el último instante de los montajes de los pasos o de los altares de cultos –casi sumido ya en la duermevela- a las tantas de la madrugada de los fragores del equipo de mayordomía durante el tiempo de vísperas.
     Aún lo estamos viendo limpiando la mano de su Señor en esos Besamanos que ya nunca volvieron a ser las mismas ceremonias después de su ausencia. Aún lo estamos viendo –con ojos abrillantados por la granazón de los recuerdos- rememorando las enseñanzas de los Manuel Martínez Arce o Sebastián Santaolla Romero-Valdespino, por citar sólo dos de los nombres que más habitaban en la lectura de sus referencias. Aún lo estamos viendo trabajando a destajo, a deshoras, por la Hermandad de sus desvelos sin pedir cuentas a nadie, sin indagar en los añicos de los parabienes. Aún lo estamos viendo: la sonrisa prominente, la dentadura aventajada, los ojos saltones y ahuevados, el paso saltarín y racheado a la misma vez, la voz entre temblorosa y tierna, la espalda ligeramente encorvada, las pupilas siempre bañadas como en un lagrimar de cariños a punto… Aún lo estamos viendo: la nariz esquivamente aguileña y algo porrona, como un asomo del olor a Cristo que sólo olfatean los elegidos por los emisarios, por los diplomáticos, por los embajadores de los ángeles del cielo. El jersey de lana abrochado con botones de simetría, bien ajustadito a su cuerpo menudo, las camisas a rayas de cuello duro, muy planchadas, muy alisadas, muy bruñidas y acicaladas,  como si el mármol de su abrigo puliesen las letras rectoras y redactoras de la tersura y de la lisura de la bondad humana. Manolito Guerrero fue precisamente eso que necesita –como agua de mayo, como pan del cielo- toda Hermandad y Cofradía que se precie: un hecho diferencial. Un hecho diferencial que hoy insertamos en papel prensa como signo incólume de los memoriales de quién fue quién en la Semana Santa de Jerez.
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Miércoles Santo: Rufino Quintana

Artículo publicado en DIARIO DE JEREZ el MIÉRCOLES SANTO





Si a las nuevas generaciones de cofrades del uso y el abuso de twitter preguntamos por Rufino Quintana, probablemente se encojan de hombros, frunzan el ceño y dibujen un signo de interrogación sobre sus seseras. Es cuanto consecutivamente acontece en la Semana Santa del Siglo XXI: que toman el absolutismo protagónico gente de anteayer por la mañana cuyo corto recorrido colisiona con el imprescindible conocimiento de sus más inmediatos antecesores. Constituye el hándicap de conceder patente de corso, cuartelillo y alcachofa a ¿cofrades? tardíos o párvulos –legos en la materia-, advenedizos y sin embargo ávidos de autocomplacencia. Urge sobremanera la Enciclopedia Espasa del Quién fue Quién en la Semana Santa de Jerez. Para que no nos llamemos a engaño y asimismo para obrar en consecuencia cuando de considerar el legado de nuestros mayores se trata. Parece exigible -si afinamos aún más si cabe- la revalorización (o, al menos, la divulgación) de la nómina de cofrades proactivos de las década de los 70 y los 80.

Es el caso, verbigracia, de Rufino Quintana. Estamos llamados a poner en valor el censo de aquellos hermanos hacedores de un todo –tallistas del pasado- cuya memoria parece surcada de olvidos y casi resonancias ficcionales. Javier Soria coincidirá conmigo no sólo en lo tocante a cofrades legendarios del Prendimiento sino en lo referente a la globalidad intrahistórica de nuestra Semana Santa. Como así Antonio Soto, Diego Romero, Paco Garrido… Todos ellos defensores a ultranza del cómputo de nuestros predecesores. Rufino Quintana -al margen su temperamento racial y castizo- cuajó una labor impagable en el enriquecimiento del patrimonio material de la Hermandad del Prendimiento. Gracias a su fecundo quehacer de marketing a la antigua usanza (es decir: una copa a las doce y doce copas a la una para ganar adeptos en pro de su cofradía) y a su capacidad de convencimiento frente a cofrades pudientes de la época, la cofradía del barrio de Santiago pudo adquirir el palio del Desamparo y el juego de atributos del cortejo de la Virgen. Rufino era una tremolina humana, una eclosión, un desborde, una torrentera, una gracejo connatural –no podías evitar reírte con él a mandíbula batiente-, una devoción a la enésima potencia por la Madre de Dios que al nombre de Desamparo responde.  

Rufino no se andaba con chiquitas. No conocía los términos medios al punto de tutelar a su Hermandad del Prendimiento y/o a la Semana Santa de esta bendita tierra. Chistoso y chisposo, noble y bienhadado, gustaba de platicar sobre hermandades. Cierto mediodía de principios de los años ochenta, Rufino Quintana tertuliaba con su amigo Antonio Berro (q.e.p.d.), Luis Sola López-Cepero, Pepe Martínez Campaña y algunos habituales más en la oficina –planta baja- que el hoy recordado Berro tuvo durante décadas en la calle Armas. Y en “lo mejor del querer”, cuando la charla adquiría sus más altas cotas de animosidad, de risas y confraternización, accede al sitio una señorita enclenque y marisabidilla, una comercial de la entonces exitosa empresa Discolibro –antecedente de Círculo de Lectores en la remembranza colectiva de este país-. La chica visitaba la oficina con decididos ánimos de sumar nuevos clientes. Rufino, al verla entrar, silabeó por lo bajinis un “ozú, ya nos van a entretener”. Cuando la comercial alcanzó la cercanía de tan jaleosa tertulia, se hizo el silencio por respecto y atención, y –sonriente y casi victoriosa- preguntó con maquinal pose: “¿Os gusta la lectura o la música?”. Y Rufino –a bocajarro y sin contemplaciones y entonando esa ronca voz de huracán en celo que Dios le dio- respondió anticipadamente: “¿La lectura o la música? Ni una cosa ni otra. Pues no, mire usted por dónde. A mí lo que me gusta son las cofradías. ¿Entiende usted? Las-co-fra-dí-as. Y como usted no va a ofrecerme nada, pero absolutamente nada de cofradías sepa que aquí no tiene nada que hacer. Buenas tardes y vaya usted con Dios”. Así de genial y de expeditivo fue Rufino Quintana Barroso. El Rufino de cuya mano llegaría el hermanamiento del Prendimiento con aquella Policía Armada de 1974. Constante y servicial –de José Pérez Luna aprendió la máxima de “grano a grano se hace el granero”- Rufino Quintana recobra hoy la catarata de su inmenso amor por su Virgen del Desamparo. Me cuentan que ahora anda convenciendo a  Pedro Domecq de la Riva para que lidere la Plataforma Pro-Santiago.   
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Dormido en la Clemencia del Señor

Artículo publicado en DIARIO DE JEREZ el MARTES SANTO




Tomo hoy recado de escribir, Selu, no con pretensiones altisonantes ni tampoco para enfundarme la carcasa de ninguna ínfula literaria. Las desbandadas de las palabras a veces retoman a capricho su propia linealidad. O su misma anarquía textual. Sucede –en un repente- cuando la carne se hace verbo para danzar al hilo del pensamiento. O cuando el teclado del ordenador baila a su caprichoso modo, como si la conjugación del sentimiento popular declinase el presente del subjuntivo de una remembranza que ahora siempre coloca tu nombre en el frontispicio de términos como añoranza, extrañeza, melancolía. Desazón, búsqueda infructuosa, desmembramiento de la musculación del raciocinio que junto a tu memoria insepulta se nos escapa. Aún no nos hemos hecho el cuerpo a tu fallecimiento. Porque el riego sanguíneo de las cofradías de Jerez todavía necesitan la trasfusión de tu sangre de dignísimo hijo de Dios, querido José Luis Domido ‘Selu’. ¿Qué nadie es imprescindible en nuestras corporaciones nazarenas? Pongo en solfa semejante aseveración después de haberte conocido. ¿Por qué diantres te marchaste tan precozmente, mi capataz de chicotás de la eterna dulzura del costero a costero? Aún nos sentimos aturdidos, noqueados en el ring del peor contrasentido. Quizás porque los prefijos de la muerte diezman los guardagujas de cualquier increencia. Y la inteligencia del hombre a veces no somatiza determinados exabruptos del destino. O porque fuiste tan grande, tan hercúleo de candor espiritual, tan desprendido en el cariño a tus semejantes, que ya ulteriormente no nos acostumbramos a tu ausencia y por ende nos empequeñecemos –casi inertes de ánimo- como una mota de polvo en la raigambre de este vacío desazonador.
Hoy, Martes Santo que nunca jamás quedará catalogado en el disco duro de la desmemoria, Martes Santo de túnicas blancas por San Benito, vuelvo a sonreírte con carácter retroactivo, acaso por recuperar en sentido figurado el apostolado de tu magisterio sencillo. La eficacia –la optimización de los recursos- de la humildad a secas. ¡Cómo nos ejemplarizaste, Selu, sin decir oxte ni moxte, sin desfigurar el tipo (el tipo-tipo de tu también afición carnavalesca), sin arrimarte al román paladino de las dobles interpretaciones o de las triples lecturas, sin despeinarte siquiera! A veces las cofradías paren en sus adentros cofrades anónimos que evangelizan de consuno, stricto sensu, con dos meras instrumentalizaciones: sonrisa y amor. Eso fuiste –ad peden litterae- Selu: sonrisa y amor. Siempre adobadas en la freiduría congénita del segundo plano, de la discreción por bandera,  de la mesura sin aspavientos. Te sentiste feliz-arracimadamente feliz- junto a tu mujer e hija, junto a tu familia entera y enteriza, con tu deporte y tus cofradías, con tus amigos de la parroquia, con tus catequesis y tus coplillas de tres por cuatro, con tu llamador de plata de ley tallado con gubia de trascendencia. Hoy, otra vez, rezaré por ti. Lo haré cuando un Cristo de fuerza y tronío llegue al centro de Jerez solicitando Clemencia a raudales.  
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Obituario a pie de tumba

Artículo publicado en DIARIO DE JEREZ el LUNES SANTO




César González-Ruano fue un escritor que –a caballo entre el postismo y las tonales y a menudo elegíacas épicas de lo cotidiano- escribió como ninguno otro en papel prensa. A propósito de un incluso espasmódico obituario dedicado casi a pie de tumba in memoriam Felipe Sassone, Ruano proclamó una de las más ingeniosas definiciones de la muerte que estos ojos míos han leído de mucho tiempo a esta parte: “No es verdad que la muerte se vea nunca venir. Es como una pedrada que recibe otro y que sin embargo siempre nos duele a quienes nos quedamos”. Una pedrada, un zurriagazo, un obús. Cuando el fallecimiento de un amigo nos alcanza, entonces –y ya desprovisto del envoltorio de cualquier interrogante- se cumple y cumplimenta el verso del poeta: “Están todos los almanaques confinados en los boquetes de la inanición”.  Algo así nos ha sucedido con el impacto de un adiós que a priori parecía simulacro de un imposible y ya sucesivamente, conforme avanzaba el avieso salvoconducto de los meses, derivaría en crónica de una muerte anunciada. Me refiero a esa especie de crujido del costillar del sentimiento jerezano hecho añicos cuando la sonrisa de José Manuel González ‘el Guardia’ se tornó rictus silente y sepulcral.
La de José Manuel ha sido una muerte contra natura. Contracorriente, contrarreloj. Algo así como el subitáneo destierro de una inmortalidad anticipada. Su jovialidad, su don de gentes, esa invulnerable deflagración de vitalismo que al cabo confina con los estertores de la vida, con la mejor indagación permanente en los excedentes del tiempo, reniegan a ultranza del apagamiento definitivo, del acabose existencial, de la luz que –en un amén- matrimonia con la sombra. José Manuel no ha muerto; José Manuel se nos ha muerto. Los cofrades lloramos muchísimo a los hermanos que se nos mueren. Y ‘el Guardia’ lo ha hecho además como durmiéndose poquito a poco –tal así avanzaba el paso de su Señor de las Misericordias en ese alegrón que se dio allá  en el veraneo celestial de la JMJ-. Pocos meses después, cuando apenas cantó tres veces el gallo kikirikí de una Navidad de infausto recuerdo, el organismo se le desmandó hasta límites de aturdimiento. Y cayó fulminado –ya irrequieto e inmóvil- en el lecho del dolor. Ninguno quisimos entonces cantarle nana ninguna mientras se debatía entre el hálito y la nada. Porque sabíamos que por el contrario quedaría sumido en el sueño de los justos. Y por más que sobornásemos –o procurásemos sobornar-, con nuestros bienintencionados amaños, las implacables leyes de la naturaleza y los insondables designios de Cristo, ‘el Guardia’ estaba ya predestinado a engrosar la Muy Ilustre y Venerable Hermandad de los Cofrades Eternos del Lunes Santo. ¡Aún siento y presiento en mis espaldas los enérgicos abrazos de este bonísimo hijo de Dios!
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Tempus fugit

Artículo publicado en DIARIO DE JEREZ el DOMINGO DE RAMOS




En esta mañana que amanece quebrando albores de primavera –como un nihil obstat de las vísperas en contradanza, como el imprimatur de la colección Espasa de todos los gozos del cofrade- he querido retrotraerme en el tiempo como también la nostalgia siempre retrocede al cénit de una vivencia ya irrecuperable. Tempus fugit. ¿Desandar los cercos, las trazas, las trizas de los recuerdos? En esta mañana de Ramos –hoy quien no estrena, no tiene manos- me bebo a sorbos la asonantada de la luz. Y todo –hasta la herrumbre de lo ignoto- cuaja en la ilusión de un niño que aún franquea ese mirífico entendimiento instalado más allá de cualquier insana realidad. Porque la infancia del cofrade es un mundo redondo que moldeamos y molturamos a nuestra imagen y semejanza, un globo terráqueo fabricado de gotas de cera cuyo espacio sideral manejamos en la semicircunferencia de nuestras manos infantiles.
Hago mía –al modo copernicano- la teoría del eterno retorno. Y vuelvo a las lindes del ayer inmediato. Y reescribo, férvidamente, la sementera de cofrades que ya comparecen en las balconadas de un cielo trufado de certezas. Allí se arremolinan aquellos arcángeles de las cofradías de este domingo de palmas y olivos: ¿no reconoces, así a bote pronto, a Lete, a Diego Conde, a Paco Ruiz-Cortina, al hermano Tomás Bengoa, a Manolo Piñero, a Mariano Cross? A quien no distingo todavía -¡ay esta ceguera del desconocimiento de quién fue quién en la Semana Santa de Jerez!- es a Paco Coro, alma mater de esa corporación de golondrinas blanquinegras con duendes de torería. Estará quizá encerrado en las sacristías del más allá vistiendo junto a José Luis Larraondo a la Paz del Mundo con blondas de pureza.
En el supremo repeluco de una Semana Santa que comienza –alfa y moratoria de este sentimiento indómito capaz de romanizarnos en la jerezanía del duende y el abolengo- quiero hoy saborear el bocatto di cardinale del festín de los nombres propios. Y rememorar, verbigracia, a Juan Peña Tejero. El carpintero de ojos claros que tanta lotería de la Hermandad del Transporte vendió a lo largo de su bonanzosa existencia. ¿Recuerdas, Juan, aquellas convidadas a cafelito caliente y tostá con manteca amarilla, ora en La Vega ora en el Restaurante San Francisco, allá cuando abríamos a la ciudadanía –al alba sería, Cervantes dixit- el ingrávido besamanos del Divino Nazareno Franciscano y narrabas –fértil de bonhomía- tus viejos tiempos de amistad con Manuel Martínez Arce, José Soto Ruiz, Manuel Tamayo Merino, Sebastián Santaolla y Romero-Valdespino? Quizá este Domingo de Ramos, Juan, se debata entre la indecisión de un cielo encapotado de olvidos o, antónimamente, el celeste nirvana de la Gloria. Por cierto, si nombramos al Gloria, no podemos ni por asomo olvidarnos -¿verdad que sí, Juan Luis Jaén?- de Guillermo el de las carrerillas de la cruz de guía al paso de palio en cortejos en blanco y negro presididos por don José Rodríguez Jiménez, el cura de San Pedro,  Silverio Cabrera, Manolo Liaño…
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Palabras de presentación de 'Gubia de Letras'


El acto de presentación de un libro tiene algo de cofradía que acaba de comenzar su estación de penitencia. Quizá el fulgor de lo nuevo, el litigio interior de cualquier  sensación de estreno, el parto de una grande ilusión –de una impaciente espera- que al fin rompe y prorrumpe en llantos de luz o en ese consabido nerviosismo cuya génesis defiende a ultranza el valor inmutable de las cosas.

La presentación de un libro –al igual que la salida de una cofradía- emana y dimana la interna derivación hacia lo público, el guiño interior de la incertidumbre, la yuxtaposición de los sentimientos o la puesta en escena de una obra cuyas equivalencias escriben tramos de cera derramada y párrafos de cirios encendidos y páginas intrahistóricas del imaginario andaluz.

Pues sí, la presentación de un libro –mayormente si sus hojas están talladas por un cincel literario que moldea y moldura y muscula la madera de nuestra Semana Santa- tiene –en efecto- un poco o un mucho de cofradía que inicia su estación penitencial.

Por eso los umbrales de esta tarde condensan todo el fulgor de las vísperas.

Por eso el templo de la lectura-de la lectura reposada como la cadencia de un nazareno atemporal- abre ahora de par en par la consumación de la cuenta atrás.

Por eso este libro inicia la andadura de una colección –literaria, periodística, lírica, ensayística- tallada con primor, con candor, con ‘Gubia de letras’. Sus cinco escultores, a fuer de honestos, despliegan la antología de unas crónicas –en prosa o en verso- cuyo sedimento asimismo comporta una tremolina de alborozos, de análisis,  de tipografías y de contriciones.  

La editorial ‘Presea’ ha apostado doble contra sencillo a favor de la religiosidad popular. Para consagrar en negro sobre blanco –allí donde no habite el olvido- la voz y la palabra, el acento y la escritura. La prosa poética y la denuncia periodística. La aclamación y la reclamación. El haz y el envés del antifaz nazareno: es decir: lo endógeno y lo exógeno. La extracción del anonimato. Los tapices de toda indulgencia … Y el nihil obstat de la Fe particular. Aunque, como proclamara José Luis Garrido Bustamante, lo particular –en esto de las Hermandades- “es ya ser universal”.

He aquí unas páginas que también rebañan la intensidad del gozo. Joaquín Romero Murube –el periodista de los duendes de incienso y de los arcángeles de rizos como volutas en contradanza- se preguntaba si “hay límites para la delicia del alma”. Y bien supo el eximio articulista que habría siempre de encontrarlos en la comisura de unos labios que rezan.  O en una pluma estilográfica que chorrea a borbotones la tinta del “yo confieso”.  

‘Gubia de Letras’ presenta la selección de textos de cinco autores que preconizan las mejores resultantes de la ética confesional y de la estética del alma según las chicotás de cinco escritores unitivos y convergentes.

Como una estación de penitencia siempre renovada en el continuum de los memoriales que regresan, como un caramelo que rescata sabores de infancia en la boca de un monaguillo niño, como un cirio que lagrimea la siempre penúltima gota de cera, estas páginas inician el itinerario de una antología de textos cofradieros –inéditos o no- que nunca constituirán excedentes de nada –si no muy al contrario: vivencias íntimas con pulsiones de alfabeto-.

La antología –como repertorio textual que opera por aproximación-  es una tesela, un mural,  un collage que a menudo tampoco define ni mucho ni poco a quienes rubrican sus párrafos. Digamos que los cinco autores de ‘Gubia de letras’ –entre quienes a honra me incluyo- enhebran pespuntes de su propia honestidad para  desentrañar los enigmas del sentir cofradiero y redactar las contraseñas de sus respectivas interpretaciones y reinterpretaciones de las Hermandades como teoría y como realidad.

En ‘Gubia de Letras’ comparecen Antonio García Berbeito, Andrés Luis Cañadas Machado, José Carlos Fernández Moreno, Francisco Javier Segura Márquez y quien os habla para levantar acta de la memoria del patrimonio inmaterial de las Semanas Santas de Sevilla, Jerez y San Fernando. En todos ellos los dispositivos literarios –es decir: lingüísticos, sintácticos y fonéticos- funcionan de acuerdo con un mismo objetivo: movilizar los aparejos que jalonan y enfatizan y prologan la declaración de principios del sentir cofradiero.

Todos –los cinco autores- nos hemos revestido de la túnica del verbo. Ha llegado la hora de la salida, de la presentación: la hora de la luz. Una cruz de palabras y ensueño se alza quebrando albores de ayer y de hoy. Las puertas del libro se han abierto. Hágase, por consiguiente, el silencio. La cofradía de la recreación literaria ya está en la calle. Que ustedes –señoras y señores- la disfruten.
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MAV COMUNICACION - Literatura y Semana Santa


La Capilla del Convento de las Reverendas Madres Clarisas Capuchinas acogió ayer miércoles en San Fernando una nueva presentación del libro ‘Gubia de Letras’


 Esta antología de textos cofradieros, que ya ha sido presentada también en Jerez –Casa de Hermandad de la Defensión- y en Sevilla –Capilla de la Divina Pastora-, está cosechando una excelente acogida entre los cofrades de Sevilla y de toda la provincia de Cádiz

San Fernando acogió ayer miércoles día 20, a las 20.00 horas y en la  Capilla del Convento de las Reverendas Madres Clarisas Capuchinas –sita en la céntrica calle Constructora Naval- una nueva presentación del libro ‘Gubia de Letras’, escrito por Antonio García Barbeito, Andrés Luis Cañadas Machado, Marco A. Velo García, José Carlos Fernández Moreno y Francisco Javier Segura Márquez (pregonero de la Semana Santa de Sevilla 2013). Tras las respectivas presentaciones el pasado miércoles en Jerez –Casa de Hermandad de la Defensión- y el sábado en Sevilla –Capilla de la Divina Pastora- continuaba así, y en una localidad tan cofradiera como San Fernando, esta promoción de un libro que, editado por Presea, ha despertado inusitado interés entre los cofrades de las provincias de Sevilla, Córdoba y Cádiz.

Como se señala en el prólogo de ‘Gubia de Letras’, “he aquí unas páginas que, tal la resbaladiza fugacidad de la Semana Santa, rebañan la intensidad del gozo. Joaquín Romero Murube –el periodista de los duendes de incienso y de los arcángeles de barrocos rizos- se preguntaba si “hay límites para la delicia del alma”. Bien supo el preclaro articulista que habría de encontrarlos en la comisura de unos labios que rezan. En el frontispicio del magisterio de la luz. En la disyuntiva de tu propio convencimiento. Como una estación de penitencia siempre renovada en el continuum de los memoriales que regresan, como un caramelo que rescata sabores de infancia en la boca de un monaguillo niño, como un cirio que lagrimea la siempre penúltima gota de cera, estás páginas inician el itinerario de una antología de textos cofradieros –inéditos o no- que nunca constituirán excedentes de nada –si no muy al contrario: tradicionalísimos acervos del sentimiento con pulsiones de alfabeto-. (…) Hoy nos mueve y conmueve, empero, significar la autoría de cinco autores capaces de desentrañar los enigmas del sentir cofradiero para –estableciéndose entre ellos casi una prenatal relación primigenia y de veras convergente- redactar las contraseñas de sus respectivas interpretaciones y reinterpretaciones de las Hermandades como teoría y como realidad”.
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Ha muerto Antonio Berro, ex Hermano Mayor de la Hermandad de Loreto

El hombre no tiene descanso hasta que descansa en Dios. Lo dijo -con suntuaria calma- Swami Sivananda. Para mí tengo que Antonio Berro se apegó a la vida –porque la amaba sin melindres- cuando la muerte husmeó en su organismo con olfato depredador. El primer asomo -la primera hospitalización, el primer arrechucho- aconteció hará cosa de tres años sobre poco más o menos. Fue un banderillazo a traición. Un calambrazo imprevisto que se aprovisionó de toda clase de complicaciones médicas. Esa enfermedad, esa asechanza, ese desarreglo. Lo tumbó inclementemente. Oscureció la salud del bueno de Antonio como se oscurecen a veces los merodeos de la esperanza. De entonces acá anduvo demasiado tocado del ala, pachucho en su apagamiento sin diagnósticos retroactivos. Fue un hombre de Hermandad –de cultos semanales, de persistente aplicación, de cargos de Junta que coronaría con un mandato como Hermano Mayor-. De tesorerías a la antigua usanza: mucha lotería por vender y por distribuir y por redistribuir para cuadrar los escasos ingresos de las arcas de la cofradía. Pausado y sereno como el ajardinamiento de un recuerdo balsámico. Ha fallecido cuando paradójicamente retomaba el vuelo. ¿El vuelo hacia la salud a medias recobrada o con estación en los cielos de su Reina de San Pedro? Nadie ni incluso él supo descifrar el escrutinio del siempre indómito destino. Este párrafo es el punto y seguido de una necrológica que aún no he escrito. Porque esta noche escasean en mi derredor dos de las más palmarias virtudes de Antonio: tiempo y perseverancia.
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MAV COMUNICACION - Sesión Académica

“Juan Manuel Rodríguez Ojeda influyó en la configuración estética de la Semana Santa de toda Andalucía y no sólo en la sevillana”

El doctor en Historia del Arte Andrés Luque Teruel, una de las máximas autoridades en el estudio y conocimiento de la obra del célebre diseñador y bordador, dictó una muy documentada ponencia este pasado martes en la Real Academia de San Dionisio
¿Hubo un antes y después de Juan Manuel Rodríguez Ojeda en la historia de la configuración estética de la Semana Santa andaluza tal como hoy a todas luces concebimos? Indudablemente sí. Rodríguez Ojeda o la revolución de las formas desde dentro. Desde los epígrafes de la devoción y asimismo de la implicación. Fue un cofrade precoz, un temprano y por ende hábil gestor de sus propios talentos artísticos y a su vez un nunca extinto creador incontenible de novísimas formas cuya aguja incluso hilaba pespuntes vanguardistas. La Real Academia de San Dionisio de Ciencias, Artes y Letras acogió el pasado martes una interesantísima ponencia del doctor en Historia del Arte Andrés Luque Teruel. Concitó el interés del numeroso público allí congregado. Una concurrencia que a decir verdad arropaba a no pocos destacadísimos cofrades de la ciudad. Cofrades de la Amargura, de la Defensión, de las Cinco Llagas y del Santo Crucifijo estuvieron presentes en la sesión académica. El conferenciante fue presentado por el Académico Correspondiente José Luis Zarzana Palma (quien apuntó los muchos méritos curriculares de tan prestigioso orador). Presidía la sesión –por delegación- el vicepresidente de la corporación académica Jaime Bachiller Martínez.
Varias son las claves que sintéticamente fundamentaron la intervención de Andrés Luque Teruel: a) Juan Manuel Rodríguez Ojeda fue un genio predestinado a revolucionar, desde el arte del bordado y el diseño, la concepción estética de la Semana Santa de toda Andalucía (y no exclusivamente la sevillana), b) sabía a ciencia cierta que las instituciones debían transformarse desde dentro (y a tal fin se implicó de lleno en cargos de gobierno y en el día a día de la vida de Hermandad), c) en su evolución artística fue un adelantado a su tiempo: tomando estilos en los que posteriormente ahondaría, innovando, inventando, experimentando un inteligentísimo vanguardismo incluso y d) posee la capacidad de dar siempre lo mejor de sí adaptándose a los instrumentos, aparejos y presupuestos de los que disponen las hermandades. Para Andrés Luque “Rodríguez Luque siempre vestía a la Virgen para lucimiento de la Imagen y no para el suyo personal, como así ha ocurrido con muchos vestidores del siglo XX”. Profundizó el ponente en la importancia capital de la ejecutoria de ‘Juan Manuel’ en la Hermandad de la Macarena, a la que transformó por completo, a la par que no dejó en el tintero una denuncia con ribetes reivindicativos: “En los talleres de bordados hoy día no se contratan diseñadores profesionales, sólo –salvo honrosas excepciones- trabajan aficionados al dibujo”.
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Artículos de Fernando Sánchez Dragó y de su hija Ayanta Barilli publicados en El Mundo.es

‘EL PASE DEL DESPRECIO’. ARTÍCULO DE FERNANDO SÁNCHEZ DRAGÓ



Fernando Sánchez Dragó: “No creo que quienes perpetran El Gran Debate, programa de griterío al que casi todo el mundo sigue llamando (y por algo será) La Noria, sepan gran cosa de toros, pero lo de "pase del desprecio" –en México lo llaman "del desdén"– es expresión que sola se alaba. Seguro que la entienden.
El torero vuelve la espalda al toro, deja caer la muleta y se larga. El pase suele darse por el pitón derecho, cosa que en el caso de Jordi González es imposible, pero algunos matadores lo dan por el izquierdo. Lo que nunca, en cambio, había sucedido, hasta la noche del sábado, es que dos matadores ejecuten esa suerte al alimón. Mi hija Ayanta y yo lo hicimos, y salió perfecta.
Víctor Hugo publicó 'Los miserables' en 1862. Pensé en recurrir a ese título al iniciar estas líneas, pero terminé desechándolo por anacrónico. No creo que ni Jordi ni la chica que lo ayuda hubiesen nacido en tan remota fecha, lo que disipa la sospecha de que el autor francés, al escribir su novela, pensara en ellos.
Llamé yo, eso sí, miserable –mi-se-ra-ble– al locutor del programa poco antes de dejarlo con un palmo de narices y reiteré la definición, ya en los pasillos, cuando me sacudía de las alpargatas la arena de un coso de quinta categoría en el que nunca debí prestarme a torear. A tal expresión, castiza a más no poder, recurren los toreros cuando deciden, por la razón que sea, que jamás de los jamases volverán a pisar el ruedo de una plaza que no los merece.
A la moza que lo ayuda, en cambio, le ahorré el adjetivo, aunque justificado estaba, porque siempre he sentido debilidad por las pibas monas. Si al nuevo Papa, según confesión propia, también le pasó, ¿por qué no va a pasarme a mí, que soy pecador de a pie? Lo de mona va sin segundas.
Verdad es, lo reconozco, y sé que a ese sofisma se agarrarán los citados cuando inicien su pataleo la próxima semana, si no antes, que he sido colaborador a salto de mata del programilla en cuestión. Cierto, cierto... Sólo cabe decir mea culpa y acogerme al propósito de enmienda sin el que no hay absolución ni del Papa ni de nadie. ¿Me servirá de descargo la evidencia de que lo hacía no por gusto, sino por el vil metal? Lo primero habría sido prueba de monstruosidad ética y estética; lo segundo, en días tan achuchados por la crisis como los que corren y con una nueva boca a mi cargo... En fin, en fin... ¿Qué les voy a contar? Por primera vez en mi vida gasto más de lo que gano.
Ayer, pese a ello, rompí con furia mi último contrato en las barbas de un redactor y un par de administrativas. Tengo ahora los trozos aquí delante y lo mismo los enmarco para que den fe de mi arrepentimiento. Me los traje por cautela, no fuera a ser –estaban ya firmados– que, a imitación de Bárcenas, me denunciasen por incumplimiento laboral. ¡Capaces serían!
Un buen pellizco –no diré la cifra para que los de la Red no la envidien ni mis ex compañeros de tertulia la reclamen– a tomar por saco... Beberé menos champán. Así es la vida. Pero más vale honra sin Telecinco que Telecinco sin honra, ¿no creen?
¡Total! Iba siempre renegando, mi mujer lo sabe, a un programa que acaba cuando empieza el día –¡yo, que me acuesto a las diez de la noche!– y en el que todo está organizado para que nadie pueda decir nada, excepto gritos, consignas e insultos. Siempre salía con mal sabor de boca. Seré ahora más pobre, pero dormiré más y viviré mejor.
Mi hija, en un artículo paralelo y anterior a éste, ya ha contado cómo fue todo. Poco cabe añadir.
Muchos amigos, en los días previos, nos decían:
–¡No vayáis! ¡No vayáis! Es una trampa. Os están engañando...
Tenían razón, pero caí en ella. Yo, y sólo yo, porque mi hija, más cauta, más sensata, mujer al fin, receló hasta el último momento. Creo que no deberíamos ir, papá, me decía. Hasta cinco veces hablamos a lo largo de la semana con las gentes de la redacción. El mismo sábado, a media tarde, y a impulsos de la creciente inquietud de mi hija, conseguí hablar con la directora de la redacción. Me dio su palabra de que no era una encerrona, de que jugarían limpio, de que no sacarían las cosas de su contexto, de que se limitarían a interrogarnos sobre el libro sin caer en chismes de corrala ni en maledicencia de arpías, de que la conversación sería amable, cordial, educada, afectuosa...
Ya, ya. Nosotros íbamos a hablar de literatura, de dos relatos de amor –amor de padre, amor de madre, amor de hija, amor de esposo–, de un libro de buenos sentimientos escrito por dos buenas personas para que lo lean las personas buenas y quienes quieran llegar a serlo. Ellos, no. Ellos –los miserables, el locutor sin escrúpulos y la chica mona que lo ayuda–, sólo querían volcar sobre ese libro, sobre Ayanta, sobre mí, sobre nuestra familia, sobre el niño que ese mismo día cumplió seis meses, toda la podredumbre moral que llevan dentro.
De modo que mi hija y yo, al ver lo que sucedía y antes de que sucediera, empuñamos, como ya saben, la muleta de la dignidad y dimos al alimón el pase del infinito desprecio que su conducta nos inspiraba. Ellos, cínicos hasta el fin, no sólo no se disculparon, sino que cargaron la suerte hasta llegar a la infamia de decir que lo traíamos preparado para vender más libros.
Fue la chica mona quien escupió el veneno, y luego, según me cuentan, se sumó a la calumnia una de esas tertulianas teloneras que hablan de todo sin saber de nada. ¿Su nombre? Aguante la vela: Isabel Durán, a la que tenía por amiga. Que no me salude a partir de ahora. Tampoco yo lo haré.
¡Para vender más libros! ¡Manda carallo! ¿A quiénes? ¿A los que ven ese tipo de programas? ¿A los asnalfabetos que los aplauden?
Entérense, borriquitos que tiran de los cangilones de La Antigua Noria, de que quienes venden los libros, y no hay en ello desdoro, sino mérito, son los editores, los distribuidores y los libreros. Nosotros, los escritores, los escribimos, sólo eso, y si se venden, bien, y si no, también, y si se leen, aún mejor, porque no lo hacemos por dinero, sino por vocación. Jamás he preguntado a un editor cuántos ejemplares tira de mis libros ni cuántos se han vendido. Es cosa que me deja indiferente. Me entero de las cifras cuando, una vez al año, por febrero, me llega la liquidación de los derechos. Y ni siquiera me fijo mucho en ella. Se la paso a quien me hace la declaración de impuestos, y punto sin pelota, pesebristas que hacéis ésta a quienes os sirven pienso.
Empecé hablando de toros. Taurina iba la noche. Treinta segundos después de abandonar el plató ya estaba entrando en el móvil de mi hija un mensaje que decía:
–¡Olé, olé y olé!
¿Sabes quién lo enviaba, Jordi? Pues uno de tus colaboradores. Tendrás que depurarlos.
Y enseguida llegó otro mensaje a mi teléfono. Decía: –¡Cosas así sólo las hacen los grandes!
Dispón ahora tus cañones de basura, traidorzuelo, y dispara cuanto quieras. La chusma te jaleará mientras con nosotros cierran filas los patricios. Ésa es nuestra victoria y tu derrota.
Hasta nunca. Yo me voy a beber champán para celebrarlas, pero nadie de mi familia, y Ayanta, menos, levantará la copa a tu salud”.




‘AQUÍ NO SE ENGAÑA A NADIE’. ARTÍCULO DE AYANTA BARILLI



Ayanta Barilli: “El sábado por la noche fui a un espectáculo televisivo que se llama La Noria. Ah, no, perdón, me dicen que ahora se llama El Gran Debate y que es un programa serio. Parece ser que le han cambiado el nombre para evitar el escarnio público sin renunciar al dolo privado, y así conseguir lo único que les importa: mantener las arcas llenas de un dinero que en estos tiempos a nadie le sobra.
Me explico mejor. A raíz de una entrevista que el presentador, Jordi González, realizó a la madre de El Cuco, el joven condenado por encubrir el homicidio de Marta del Castillo, los anunciantes decidieron retirar sus inversiones, avergonzados por el espectáculo abracadabrante que emitieron.
Así fue como la Noria pasó a ser El Gran Debate. Pero, en realidad, poco ha cambiado. El equipo es el mismo, el que se ve y el que no se ve, excepto una chica monísima que anda por allí y cuyo nombre también he olvidado. ¡Qué cabeza la mía! ¿Cómo se llamaba...? Creo que Sandra no sé qué. Muy mona, de verdad. Además se dice que es periodista, o que lo fue.
El caso es que el sábado por la noche mi padre y yo teníamos que participar en El Gran Debate con la inocente intención de hablar de un libro que hemos escrito al alimón. Fuimos porque nos aseguraron que nos tratarían con respeto y responderíamos a una entrevista seria acerca del libro, y no a una pantomima por sorpresa basada en la interpretación grotesca y maliciosa de algunos extractos fuera de contexto.
Ninguno de los dos queríamos asistir, a pesar de las obligaciones promocionales de turno. Y razones no nos faltaban, vistos los antecedentes del programa. Pero acabamos por dejarnos convencer tras sus reiteradas promesas.
"Aquí no engañamos a nadie". Desde luego: a nadie que no se deje engañar. Pero no será porque no lo intentan. Al llegar a los estudios de Telecinco, todo está organizado como un matadero. Entras en un túnel en el que es muy difícil enterarte de las verdaderas intenciones de los que allí trafican. Te conducen con mucha amabilidad y mucho tiento desde maquillaje hasta una sala de espera aislada, hasta que llegue el momento de lanzarte al plató y asestarte el puyazo sacrificial.

Una encerrona

Mientras se desarrollan las otras secciones en directo, van disparando rótulos a pie de pantalla para anunciar a los espectadores el suculento menú que en realidad han cocinado y pretenden servir: ajustes de cuentas, reproches impúdicos, carroña. Pero las víctimas -en este caso mi padre y yo- no pueden saberlo, puesto que los mantienen alejados de los monitores y distraídos con canapés y buenas palabras. Lo malo (lo bueno) es que yo sí me iba enterando gracias al móvil, que afortunadamente no me fue confiscado.
Cuando te das cuenta de la manipulación, suele ser demasiado tarde y ya te debates (nunca mejor dicho) agónicamente en esas arenas movedizas donde tu supuesto derecho de réplica pasa sin remedio por hundirte aún más en el cieno de la más cínica impostura, preparada a traición, subtitulada a tus espaldas y con evidente alevosía.
Nada que no me temiera, por supuesto. Por eso el sábado, cuando apenas unos segundos antes de iniciar la entrevista ya no nos quedó duda alguna de que aquello era una encerrona, decidimos marcharnos de inmediato. Privilegios del directo. Lo que vino después, está grabado. En su desconcierto, el presentador y su subalterna demostraron que no se habían leído el libro (total, para qué, si en los avances tampoco se mencionaba ningún libro), más allá de las frases que su equipo les había subrayado para preparar el espanto. Por no saber, ni siquiera recordaban mi nombre.
Bastaba con repetir hasta la náusea, o hasta abrir bien el apetito, que había una hija dispuesta a ajustar cuentas con su famoso padre en el plató de ese circo. Unos auténticos profesionales del medio. Un programa serio. Por fin, periodismo de altura y de cultura.
Lo que no está grabado y, ya puestos, bien que lo siento, es el numerito que se organizó entre bastidores. Nos retuvieron allí, nos imploraron para que volviéramos a salir a plató. Nos ofrecieron para ello todo lo que estaba en su mano: mil disculpas, el respeto que antes nos habían escatimado y, ya a la desesperada, hasta dinero: "¿Quieres dinero? Te lo damos". Aunque ellos crean lo contrario, no todo tiene un precio”.
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MAV COMUNICACION: Continúa la promoción del libro 'Gubia de Letras'

La Capilla del Convento de las Reverendas Madres Clarisas Capuchinas acoge mañana miércoles en San Fernando una nueva presentación del libro ‘Gubia de Letras’

El acto tendrá  lugar a las 20.00 horas y contará con la presencia de los autores de esta antología de textos cofradieros que ya ha sido presentada en Jerez y Sevilla



San Fernando acogerá mañana miércoles día 20, a las 20.00 horas y en la  Capilla del Convento de las Reverendas Madres Clarisas Capuchinas –sita en la céntrica calle Constructora Naval- una nueva presentación del libro ‘Gubia de Letras’, escrito por Antonio García Barbeito, Andrés Luis Cañadas Machado, Marco A. Velo García, José Carlos Fernández Moreno y Francisco Javier Segura Márquez (pregonero de la Semana Santa de Sevilla 2013). Tras las respectivas presentaciones el pasado miércoles en Jerez –Casa de Hermandad de la Defensión- y el sábado en Sevilla –Capilla de la Divina Pastora- continúa así, y en una localidad tan cofradiera como San Fernando, esta promoción de un libro que, editado por Presea, ha despertado inusitado interés entre los cofrades de las provincias de Sevilla, Córdoba y Cádiz.

Como se señala en el prólogo de ‘Gubia de Letras’, “he aquí unas páginas que, tal la resbaladiza fugacidad de la Semana Santa, rebañan la intensidad del gozo. Joaquín Romero Murube –el periodista de los duendes de incienso y de los arcángeles de barrocos rizos- se preguntaba si “hay límites para la delicia del alma”. Bien supo el preclaro articulista que habría de encontrarlos en la comisura de unos labios que rezan. En el frontispicio del magisterio de la luz. En la disyuntiva de tu propio convencimiento. Como una estación de penitencia siempre renovada en el continuum de los memoriales que regresan, como un caramelo que rescata sabores de infancia en la boca de un monaguillo niño, como un cirio que lagrimea la siempre penúltima gota de cera, estás páginas inician el itinerario de una antología de textos cofradieros –inéditos o no- que nunca constituirán excedentes de nada –si no muy al contrario: tradicionalísimos acervos del sentimiento con pulsiones de alfabeto-. (…) Hoy nos mueve y conmueve, empero, significar la autoría de cinco autores capaces de desentrañar los enigmas del sentir cofradiero para –estableciéndose entre ellos casi una prenatal relación primigenia y de veras convergente- redactar las contraseñas de sus respectivas interpretaciones y reinterpretaciones de las Hermandades como teoría y como realidad”.



Se adjuntan fotografías de la presentación de ‘Gubia de Letras’ en Jerez el pasado miércoles en la Casa de Hermandad de la Defensión.


MAV-Comunicación
marcoantoniovelo@yahoo.es
691 210 943


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El sábado estuve, Señor, contigo en tu sevillano reino de San Juan de la Palma. Allí donde no habita el olvido.

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¡Qué actriz más plural y más versátil y más polifacética María Asquerino! ¡El limbo de las ausencias se puebla de artistas míticos!

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Ponencia en la Real Academia de San Dionisio

"La flagelación de Jesús duró 45 minutos y además se realizó con el flagelo romano y sin límites de azotes"
 
 
El magistrado y escritor José Raúl Calderón Peragón dictó en la Academia de San Dionisio la ponencia '¿Fue legal el juicio a Jesús?'
 
Con una muy exhaustiva profusión de datos y sustentado en el rigor de una investigación de veras contrastada, el magistrado y escritor José Raúl Calderón Peragón, doctor en Derecho por la Universidad de Granada, dictó el pasado martes en la Real Academia de San Dionisio la ponencia '¿Fue legal el juicio a Jesús?' cuya exposición mantuvo intacta la atención del público. Tras la presentación del Académico de Número Francisco Garrido Arcas, el ponente desglosó los muchos interrogantes siguientes: ¿Fue legal el juicio a Jesús? ¿Por qué se le condenó? ¿Se siguieron todos los pasos previstos en los ordenamientos jurídicos judío y romano o, por el contrario, se violaron sistemáticamente las normas procesales?

Interesante punto de partida para la reflexión colectiva en una sesión académica enmarcada en los tiempos de vísperas de la Semana Santa. Agitador y perturbador, incitador a la violencia, autoproclamado realeza, impagador de los tributos al César, sedicioso. Así -sobre poco más o menos- fue presentado Jesús ante Poncio Pilatos, procurador romano de Jerusalén, por los miembros del Sanedrín (máximo tribunal de los judíos), quienes necesitaban de la autoridad del legado del César para las condenas a muerte. Ante el Sanedrín, el Galileo fue presentado "como reo de muerte por blasfemia", cargo eminentemente religioso y que de ningún modo Pilatos condenaría con la muerte. Por ello, los judíos decidieron cambiar los cargos.

"El proceso judío -sostiene José Raúl- comenzó con el interrogatorio al que Anás sometió a Jesús". Para el ponente, esta acción constituye una primera irregularidad, "puesto que Anás ya no era Sumo Sacerdote y, por tanto, no podía ordenar detención alguna". Tras un breve interrogatorio, Jesús es conducido "atado y por la noche" ante Caifás, sucesor de Anás, donde se le acusó a través de testigos, muchos de ellos falsos y no concordantes, de blasfemia. "La prueba 'principal' -sostiene el conferenciante- estaba en dos testigos que aseguraron que Jesús había dicho: "Puedo demoler el santuario de Dios y en tres días erigirlo". Pero jamás existió una prueba testifical o física para la blasfemia.

La pregunta de Caifás a Jesús fue: "Te conjuro por el Dios vivo a que nos digas si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios". Jesús respondió entonces "Tú lo has dicho", lo que significaba "Yo soy lo que tú has dicho", apunta el autor del estudio. "¡Ha blasfemado!", fue la respuesta unánime de los miembros del Sanedrín. Sin embargo, la ley mosaica consideraba que "blasfemar era insultar a la majestad de Dios", para lo que era necesario emplear el nombre sagrado revelado a Moisés, "Yahveh", algo que Jesús jamás hizo.

Según las antiguas normas judías, "no podían ser tratados procesos criminales en sesión nocturna", ni el acusado podía estar atado. El ceremonial recogido en el Talmud insistía en que eran necesarios "dos testigos detrás de una cortina, colocar a plena luz al inculpado y conjurar a que se retractase antes de registrar su delito". "Nada de eso aparece en los Evangelios o en la tradición", explica José Raúl Calderón. Según el magistrado "la flagelación de Jesús duró 45 minutos y además se realizó con el flagelo romano y sin límites de azotes".
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